-Parece que ya se ha pasado la moda de ponerse tetas.
-Será porque se las han puesto todas. Quedamos tú, yo y Helen Hunt.

La conversación transcurre en el patio de butacas de un cine de Madrid. Una noche de estreno, de esas que mi amiga A. detesta y yo también. Hemos acudido juntas, como tantas veces, y nos hemos sometido a la tortura de pasar más de una hora sentadas mientras la pantalla escupe el desfile de estrellas en el photocall que hacen mohínes a la cámara y ponen los brazos en jarra buscando su mejor escorzo. Muchas, desconocidas para A y para mí. Chicas de la tele, de series que no vemos, más un nutrido grupo de descatalogados que en su día acapararon portadas.

Dentro, todos se besan con falsos y exagerados aspavientos, se dicen lo “ideales” que están, se alaban los looks y se ríen en sensurround mientras las pobres fieras anónimas esperan pacientes la película o tiran de teléfono móvil para capturar una foto de Loles León o Rossy de Palma -“ay que ver cómo engaña en el cine…”. No se hizo la mitomatía para la boca del asno, pensamos A. y yo, sintiéndonos burras encerradas en una cerca llena de Louboutins mientras asoma el primer bostezo a nuestras bocas.

Como A. trabaja en el cine suele ser muy clemente con las películas. Y se enfada cuando yo le mando alguna crítica del periódico que pulveriza un filme. Es un intento noble de proteger su mundo, de rebelarse contra quienes entran a violarlo con las manos sucias y aviesas intenciones. Y hace bien.

Pero Volver a Nacer (de Sergio Castellito), la película que fuimos a ver, es mala (de cojons). Fallida. Plúmbea. Y advierto que ni soy experta en cine, ni tengo madera de crítica, ni he cenado tete a tete con Carlos Boyero. Dicho lo cual debo alabar el trabajo de Penélope Cruz, esa actriz que con los años ha demostrado que no se fue a Hollywood para nada, y que defiende con esfuerzo a un personaje encharcado en una historia delirante llena de situaciones absurdas y con un partenaire al que dan ganas de estrangular por su histrionismo adolescente.

Un estreno es un circo con las fieras excitadas, sobreactuadas y famélicas. Eso es lo que pienso.

Y luego pienso en Homeland, en Downton Abbey, en The Boss…en esas series de televisión que me mantienen pegada a mi pantalla por las noches con sus tramas perfectas, sus guiones de titatanio, sus actores impecables, su tensión bien administrada. Y me descubro ante el talento. Y nada me gustaría más que encontrar una serie made in Spain que me dejara boquiabierta e insomne perdida esas madrugadas en las que no veo el momento de apagar el Mac, que echa humo, y encomendarme a Morfeo.

Me gustan las buenas historias. Creo que pueden salvarte la vida. Y me pongo frenetica cuando llego a casa y pillo a mi adolescente tragándose la enésima entrega de “Aquí no hay quien viva”, que sí, tiene su gracia evidente y ese punto de chascarrillo ingenioso tan español. Pero no va más allá, con todos mis respetos.

La heroína de mi infancia

Los cuarentones de hoy crecimos con Pippi Calzaslargas y Mazinger-Z. También con Heidi y Marco, desde luego. Luego, en la adolescencia, nos enchanchamos a Dallas, a Dinastía y a Falcon Crest. Nos reímos con Los Roper y potamos con el almíbar de La Casa de la Pradera. En el cole comentábamos capítulos de Kojak y Colombo, y luego estaba esa horterada llamada El coche fantástico. No sé si eran buenas series, porque el tiempo es traidor y desmemoriado, pero nunca las he olvidado. Como tampoco “Cañas y barro“, “Tristeza de amor“, “Turno de oficio” o “Los ladrones van a la oficina“.

Cada generación se forja con películas y series de referencia. Un cemento de ficción que le otorga consistencia y memoria histórica.

Y luego están las historietas. Y las películas fallidas que nadie recordará dentro de una o dos décadas. Cuando incluso Helen Hunt haya sucumbido a la silicona y mi amiga y yo seamos dos señoras que se gruñen porque siguen necesitando buenas historias con desesperación. Y que hace tiempo que dejaron de ir a estrenos para evitar el bochorno del besuqueo y porque después de tres horas de butaca se te hinchan los pies y las narices a no ser que te hayas quedado prendida y prendada de la pantalla.

Eso que a veces sucede y es gloria bendita.