La alemana del Este, rubia, serena, en perfecto y dulce español, contaba ayer cómo una vez unificados ambos lados del muro seguía sintiéndose acomplejada cuando pisaba el Oeste y trataba de disimular el acento delator. Durante años la prohibición excitó sus jugos gástricos, sus ansias de consumir Coca-Cola, como los del otro lado. Y cuando ya no hubo fronteras tuvo que recolocar el sentimiento. Haber sido víctima de un sistema le había dotado de identidad. De una identidad de mierda, podría pensarse, pero poderosa, implacable. Apuntalada de victimismo y resentimiento. Pero identidad al fin y al cabo.

Ayer me quedé prendida del reportaje/documental sobre el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín, y en los intermedios veía las crónicas de la celebración de la consulta independentista catalana. Me pareció que había un sustrato común. Algo que hermanaba dos lugares y dos momentos tan diferentes. El sentimiento salvaje, la corriente desbordada. Y la determinación de que nada ni nadie podía frenar el ansia de un pueblo que se siente oprimido, desigual. Tenga o no razón. Le asistan o no las leyes.

El sentimiento siempre es legítimo. Y hay que ponerle cauces o estalla y provoca una riada mortal. Ayer mi adolescente entró en brote porque se le ponen límites para volver a casa cuando sale. Habíamos pasado un gran día con mi amiga L. y su hija, habíamos tomado un delicioso brunch ambas familias y nos habíamos reído mucho. Pero de pronto se encerró en su cuarto y cuando acudí me la encontré rabiosa y me echó en cara que no confiamos en ella. Le argumenté por qué no tenía razón pero ella no me escuchaba, inmersa en su impotencia. Al parecer su padre le había dicho que el próximo viernes, cuando esté con él,  no tendría barra libre para llegar a casa por la noche, sino que pactarían la hora. “Pensáis que voy a llegar borracha o algo, cuando ya sabéis que bebo Nestea y llego a casa perfectamente”.

Caída del Muro, aquel 9-N

Fue inútil argumentarle que no es desconfianza sino cierto temor y prevención, además de unas normas mínimas de convivencia. Que cuando sale se pasa el día después de la cama al sofá, que todo eso no ayuda a las migrañas y al estudio. A ella le dominaba un sentimiento de impotencia. La prohibición alimentaba su rabia. Y esa rabia no entendía de argumentos pero había que encauzarla. No avivar el fuego con “llegarás a la hora que te diga tu padre y punto” o eso que nos decían a los de mi generación: “Cuando vivas en tu casa harás lo que quieras. Mientras estés aquí, lo que yo te diga”.

(Así que me fui de casa a la primera ocasión, cuando nadie de mi edad lo hacía, y casi siempre solía llegar temprano porque nunca se me dio bien trasnochar. Pero era mi decisión, eso tan sagrado, y me hacía feliz conocer por fin que en realidad yo era diurna, y que muchos enfrentamientos con mis padres, el estado central, eran pura rebeldía de víctima del sistema)

Ayer un tercio de los catalanes -¿pocos? ¿suficientes?- que podían votar decidieron que quieren ser un Estado soberano en una votación sin garantías. “De chichinabo”, decía alguien. Y me llamó la atención lo exultantes que estaban con sus papeletas, como si llevaran décadas soñando con la caída de un muro y alguien les hubiera  fabricado uno de plastilina para que se dieran el gustazo de romperlo. A ratos veía “Salvados”, a ese Artur Mas irritado por la impertinencia de Évole, y a ratos el Chester de ese otro posturitas cabreado que entrevistaba a catalanes muy razonables, por cierto. Pero quien me gustó especialmente fue Lluis Llach. El cantautor, ya retirado, explicó sin ira por qué vivimos en un país polarizado: conmigo o contra mí. El poder y el pueblo (la casta y el resto, sí, qué fácil lo tienen algunos para captar voluntades). El Estado central  y el país catalán. Vencedores y vencidos. Víctimas y verdugos. Y sentí más que nunca que no se pueden contener las voluntades, porque se convierten en balas. Que el estallido de un sentimiento es peor que una bomba nuclear.

Que sentirse incomprendido y aplastado -eso que siente todo adolescente delante de un NO- es la antesala al conflicto correoso. Y que más vale escuchar y llegar a un territorio de bandera blanca. Porque el rebelde dará paso al resentido y un cetro al manipulador. Y habrá un momento en que el diálogo ya no sirva porque se hayan afilado los machetes.

La alemana rubia de anoche contaba cómo sus abuelos seguían añorando el régimen comunista y había armado este sentimiento en un relato casi romántico. Para sobrevivir, imagino. Lo que pasó ayer en Cataluña requiere una reflexión más allá de si fue o no legal, o una parodia de hijo desobediente como Rajoy y los suyos nos han hecho ver.  Dudo que el argumento de la legalidad sirva para algo. Es obvio que hay un sentimiento creciente, apasionado, que nada ni nadie va a poder aplastar. Habrá que poner hora de llegada, si habláramos de adolescentes. Pero no enarbolando el principio de autoridad que nos daban a los niños del franquismo.

Somos mayores. Y sería una pena que hubiera que irse de casa para poder convivir en paz. Pero, lo sé por experiencia, cuando uno se quiere marchar de algo o de alguien acaba haciéndolo. Por las buenas o por las malas.