Los Puentes de Madison

Anoche, viendo por tercera vez “Los Puentes de Madison“, volví a querer ser un ama de casa de Iowa, sudorosa y colgada de los versos de Yeats. Un poco menos tensa, un poco más esquiva. Bastante menos triste, mucho más decidida. Sin un marido tosco y pueblerino, con un Robert fotógrafo tan seco, tan leído y tan altivo. Nostálgica de jazz y de baile en la cocina. Con bañera de patas, con una enorme bañera de fría porcelana y una radio de entonces y una cerveza helada para matar el calor. Tan pegajoso.

Y llamarme Francesca. Y pintarme los labios para un desconocido. Y darle de cenar en la cocina. Traspasada la blusa de urgencia y deseo.

No sé si voy a poder concentrar toda mi vida entre hoy y el viernes“, dice Robert/Clint Eastwood, esqueleto con carne de hombre viejo, ardiente la mirada, y a mi adolescente la frase le atrapa, me parece, porque teclea veloz en su móvil sin dejar de mirar la otra pantalla.

Hay películas que merecen otro final, pero si Los Puentes de Madison terminara según el guión rosa convencional, sería una catástrofe. Esa secuencia de Francesca, ya del vuelta el marido de su feria de ganado, metida en la furgoneta mientras la lluvia aplasta el cristal, aplasta el resto de su vida, es un canto al buen cine. Haber dado otra oportunidad a la pareja sería como subir a Lisa con Rick en ese avión de Casablanca, cercenando el inicio de una gran amistad de dos hombres. 

Pobre Francesca, pobre, envuelta en esos vestidos sureños mal cortados, que resumen el dilema más feroz del destino. ¿Deseo o conveniencia? Y se lo piensa un poco, y prepara las maletas en su cama de esposa con barrotes. Aventura o rutina. Dejarlo todo por un hombre que arrasó en cuatro días los pilares de su existencia gris, tan previsible,  o sumergirse de nuevo en ella, enredados los pies en un alga marina cruel e implacable, sabiendo que ya nada podrá ser lo mismo. Y que habrá que fingir y llorar a escondidas.

La decisión de Francesca es el sentido común, desnudo de romanticismo. Y me parece una buena lección para mi ado, que se encoge en silencio y cubre su pena con ese pelo tan largo y tan espeso. -¿La peli es romántica, mamá? me preguntó al principio. -Sí. ¿Y es de llorar?, quiso saber después.”Porque a mí me gustan de llorar”.  Y yo  recordaba haber llorado seco, con esa impotencia por las Francescas del mundo, unidas a hombres simples que se comen su cena sin dar casi las gracias y creen que eso es amor hasta que un día sólo con un gesto -bendita seas Meryl Streep– concentran el dolor de un condenado a muerte sin redención posible.

Esta clase de certeza sólo se presenta una vez en la vida“, dice Robert. Y la frase me atrapa y la rechazo enseguida. Puro romanticismo vainilla con corazón de hiel. De ese que apunta a un solo hombre o mujer de tu vida. Y quisiera parar la película y decirle a mi ado que con suerte habrá varios Robert, y puede que algún tosco insensible en su camino. Que no existe la media naranja, el otro yo. Que dejarse devorar por la cómoda rutina es morir a plazos.  Que a veces conviene renunciar al espejismo de cuatro días bajo el aguacero y elegir quererse más a uno mismo.

Que el cine romántico es pura dinamita tan letal como el porno. Porque ofrece subterfugios de pasión y niega la soledad como salida. Y que secretamente yo amo a Humphrey Bogart en Casablanca porque es un hombre solo que acepta su destino y que pierde a la chica sin perder el humor.

Y que Francesca, quizás, debió arrancar su furgoneta bajo la lluvia y dejarse ir, abandonando al marido y al amante. Pero eso no hubiera sido del agrado de mi hija, y tampoco del mío. Porque un domingo esperanzado lo tiene cualquiera y las mejores películas de amor terminan mal.

Por un momento se me cruzó por la mente que en realidad no me quería, que le era fácil alejarse” (Francesca)