Fui a ver Violette porque me gustaba el título y era en francés. También porque me convenía por la hora y porque Madrid sin banderas ni triunfos me había dejado huérfana y a merced de un calor  asfixiante que sólo podía resolverse en tormenta y en la oscuridad de un cine. 

En la sala sólo había mujeres, y de haber habido algún hombre -no lo descarto- se habría vuelto invisible, menguante, qué sé yo.

No, no era una comedia romántica, una de esas “de chicas” según el reduccionismo más convencional. Era la historia de una escritora coetánea de Simone de Beauvior a quien le costó triunfar mucho más que a ésta y que no tuvo un Sartre cerca con la que formar un tándem irresistible para la posteridad. 

Al principio me aburrí con esa Violette Leduc desnortada y ansiosa que recorre el bosque con una maleta de estraperlo y sólo con su pelo enmarañado y sus andares erráticos te muestra un espíritu adusto y herido. No debía tener un buen día porque hasta me planteé abandonar el cine. Pero había algo en la historia que me mantenía allí. Como el texto de “La Asfixia” que garabatea por indicación de un amigo y que será su primera novela:

Violette Leduc

“Mi madre no me ha dado nunca la mano … Me ayudaba a subir, a bajar
las aceras pellizcando mi vestido a la altura del hombro, allí donde las
costuras de la manga es fácil de asir”.

La arrastraba como un pollo por el ala. 

Violette fue una malquerida. Las peores malqueridas que conozco lo son de madre. El rechazo materno ha alumbrado no poca literatura. Roto el tabú, fluye la ira, la frustración y el abandono. Las malqueridas, los malqueridos, vagan a tientas buscando amor o se blindan al mismo. Para que no les duela. 

Y a veces escriben. Como Violette. Bisexual. Un aborto dramático. Una pasión por Beauvior desfondada y patética. Y una mesa camilla donde se le van las horas, el hambre de pobre, la combinación de seda resudada y la locura.  

La literatura procede a menudo de la incomodidad. De pisar descalzo chinas de río. De no entender la letra pero sí la música, de sentir el empujón del eco. De una infancia mejorable y una adolescencia desasistida. Del asombro, de la curiosidad por ver las entretelas, las costuras. Del choque de trenes, de no saber dónde colocar un sentimiento, un impulso, una maleta.  

La literatura te salva la vida. Eso cuenta Violette. Y la pasión es el camino hacia la supervivencia. 

Y hay una secuencia gloriosa en la que esa mala madre se ocupa de la hija y la baña en una tina, tan desnuda, tan niña, con delicadeza al fin, y es el amor.

Y la malquerida va saliendo de su hoyo negro. Y se engancha a las palabras y llegarán La Bastarda, Taxi y otras obras que ya quiero, que ya necesito leer.