Las familias se hacen fotos juntas y sonrientes. Así pueden perpetrar el (falso) mito de la felicidad nuclear y resucitarlo cuando vengan mal dadas.

No es que me haya dado un arrebato de cinismo súbito. Las Chukis y yo solemos hacernos fotos con la cámara de este ordenador. En un programa que permite distorsionar los rasgos, añadir nubes al fondo o duplicar los ojos, un soponer. El día que alguien encuentre esas imágenes pensará que éramos una familia disfuncional, sin duda. Una madre con delirios y dos fieras vengativas que sacaban la lengua, ponían cuernos y bizqueaban los ojos.

Sin embargo, la Familia Real no puede permitirse estos desmanes. Letizia ha cumplido cuarenta años y lo celebra con un reportaje perpetrado por la única española fotógrafa en la prestigiosa agencia Magnum, Cristina García Rodero. Estoy segura de que las fotos serán hoy trendtopic, abrirán telediarios y las verermos en las revistas del corazón con textos ad hoc de mermelada de frambuesa plagados de topicazos. Como a mí me gusta.

El pie de foto es el más humilde de los elementos de una pieza periodística. De ahí que nunca me resista a leerlo. Es mucho más morboso que el titular, dónde va a parar. Los “espléndidos cuarenta años” de la princesa mandarán en las páginas, a cuerpo 48, pero el pie contará cómo posan “felices y sonrientes como una familia normal”.

Las familias normales no se peinan tanto para la foto ni componen un grupo en tonos beige. El cromatismo es crucial en cualquier imagen de la felicidad familiar. Los crudos otorgan un cariz de calma relajada, un efecto de paz en consolidación con verde pradera de fondo. Carlos III era más de caballos y a Carlos IV Goya lo sacó en familia con cara de borrachín, en un ejercicio de ironía con fondo oscuro y la mancha roja de un niño, inquietante, en el centro.

Carlos IV en familia, por Goya

Creo que toda familia tiene su dosis de impostura. Su mensaje prefabricado para la posteridad. Lucien Freud solía sacar a sus hijas haciendo el pino o en escorzos tan tortuosos que me inquietan cada vez que miro los cuadros. Un padre que contorsiona a su prole sin disimulo es un ser que reniega de los corsés, que se pasa el tabú del amor por el arco del triunfo.  Y no me parece mal. Lo prefiero a ese que se afana por componer un álbum idílico con niños sin manchas en el vestido y una madre de pelo Pantene y piel de terciopelo que sonríe como las de Mujeres Desesperadas mientras con una mano tapa el agujero del sofá, la mancha en la pared o el libro de Victoria Holt en la mesilla de su cama.

Y, aún más. Creo que algunas familias lo son para la foto. Y luchan por evaporar toda su mugre vital en un clic rubio camomila, pero en cuanto se apaga el flash se apaga esa pretendida unión perfecta, esa felicidad de manual.

Y vuelven a ser lo que son, lo que somos. Un sistema de individuos que crecen y se transforman, y a veces no caben en un marco y se desordenan y chocan y se ensucian y se odian. 
Y, milagrosamente, se dan un beso de cariño por las noches, justo antes de meterse en la cama llenas de arañazos.

Y se dicen, nos decimos al menos las chukis y yo desde que empezaron a hablar, esa frase de peli tonta, pero altamente eficaz: “Aunque nos enfademos, nos queremos”. 

Sin tonos beiges, sin melenas perfectas. ¡Qué le vamos a hacer!