En sueños he escrito un relato delirante que arrancaba así:

 “Nuestro amor duró siete cajas de condones, dos viajes muy accidentados a países europeos cuyas capitales no pasaran de 3 grados en invierno, una ducha fría en un motel de carretera  y cuatro menús gourmet largos y estrechos como su consideración”.

Tenía la road movie en mi cabeza, tenía el vehículo. Un Seat León desportillado -“el coche de los macarras”, me dijo J. un día-  Tenía a los protagonistas: una pareja 2.0 que no se quiere en absoluto pero decide unir sus destinos mientras no haya un plan B. Dos descreídos que beben Red Bull y pagan con bitcoins.

Para ello necesitaba entender qué demonios era una bitcoin. Pregunté a D. por wasap. Respondió de inmediato:

-“Son unos algoritmos que existen en el ciberespacio. Si encuentras uno lo registras y lo puedes utilizar como moneda de cambio. Hay “mineros”  que se dedican a buscarlos”.

Naturalmente, no entendí nada. Pero pensé que podía registrar el bitlove, el bitaffaire, el bitpolvo (inodoro e insípido) y todos los bits que me permitieran urdir algoritmos de la vida cotidiana llevados a la ficción.

Podría incluso inventarme la bitnovela y el bitbestseller. Y aún más, podría atesorar bittriunfos mundiales aplaudidos por millones de mineros de esos que buscan algoritmos y tropiezan con historias insólitas más próximas al manga violento que al relato convencional.

Encontré que el nombre del creador de bitcoin era muy aprovechable desde el punto de vista literario, así que mi protagonista se llamaría  Satoshi Nakamoto. 

Nakamoto  sería el rey de la criptodivisa y se creería el rey del mambo. Su chica, sin embargo, se dejaría los riñones como reponedora de supermercado y seguiría a Naka como quien sigue una novela por entregas para evadirse de sus miserias cotidianas.  Con una mezcla de admiración y adictiva melancolía.

Se llamaría Yessy. Escrito así para darle alcance internacional pero sin traicionar el barrio y el polígono de origen. Sería laísta, descarada y dueña de una talla 110 de sujetador más sus correspondientes rellenos atómicos.

Tendría dos bittetas como dos carretas. Y las uñas rojas y ávidas de manicura profesional.

Llegaría a odiarle, esa es la verdad. Pero una fuerza superior a su voluntad la llevaría a subirse al bitcoche y a descansar la mano sobre el muslo de Naka. A 250 km por hora las ideas y los temores se volatilizan. Se la chuparía con desgana. Gritaría como una loca al viento.

La bitexistencia sólo podría ser peligrosa y excitante.  Los diálogos, simples y punzantes como espinas de pescado. Follarían como quien construye un mecano, con desapasionada coreografía. Siete cajas, ni una más.Y cero ternura postcoital.

Llamadlo bitromance.

Los detendrían en Berlín.

Pensarían que así estaba escrito. Fin de la transacción. El crack. Caída libre. Y el último menú, largo y estrecho como las historias de amor entre dos que no se aman, pero son el plan B. de sí mismos.