Mi querida Big-Bang:

“Cuando leas estas líneas, estaré muy lejos”. Es la frase que se utiliza tradicionalmente para pirarse de los sitios y de las personas, excepto si eres adolescente estilo el de “El guardián entre el centeno”, en cuyo caso te largas y punto. La huida hacia adelante siempre ha sido mi especialidad. Considero que saber marcharse es un arte similar a saber darse el maquillaje justo, decidir que una copa es la última de la noche o que ese hombre no era para ti, que nunca estuvo. Toda huida tiene su parte de desgarro, su épica y su dolor.

A la madre de mi amiga M. la ha matado un coche sin poder despedirse de nadie. Un hachazo así, sin anestesia, te deja frente al duelo sin ritual que echarte a la boca y con el alma en pelotas. Hoy estás, mañana no estás. Y esta fórmula sólo mola si te llamas David Copperfield o conduces un Fórmula 1. O ni siquiera, porque yo cuando veo un truco aparto el efectismo y busco el mecanismo interno que lo explique para que las ansiosas de mis neuronas descansen en paz y no me den la noche imaginando artefactos chungos con poleas o túneles subterráneos.

Las despedidas deben ser melancólicas, no dramáticas, verás. Si fuera música, sería un Albinoni pasado por oboe. Me sorprendo frente a las maletas abiertas de las Chukis con cierta sensación de pinza conocida en el estómago. Doblo despacio cada prenda como en un Tetrix donde debe caber todo y en su sitio: las chanchas de la playa, los jeans blancos, las braguitas, las gomas de colores para el pelo… Y así, en esta lentitud contra natura, escenifico un duelo leve e imprescindible para echarme mañana a la calle con un reloj lleno de horas propias y planes trepidantes.

¿Que si te estoy largando también a ti? No, mujer, ya sabes que sin neuras no hay paraíso, y que en cuanto salga el tren retomaré mi ritmo habitual, precipitado y febril. Pero antes debo darme un chute de tristeza pasado por agua, como esos huevos temblones que mi madre se empeñaba en hacernos tragar. Las frívolas lo que tenemos es que hasta para despedirnos de unos zapatos improvisamos una marcha fúnebre. Luego nos tiramos a por otros más altos, más rojos, más divinos. Y aquí paz, y después gloria.

Adiós, madre de mi amiga. Adiós, Chukis. Adiós Copperfield. Pero antes desempolva tu varita mágica y dame un meneo que la tristeza me está devorando un poco, entre el hígado y el páncreas.

Y a ti, querida M.. y a tu querido G., y a vuestros hijos, un abrazo inmenso y un Albinoni con leche caliente y galletas. Nos vemos en Asturias.