Mi querida Big-Bang:

Cada vez que me dilatan las pupilas vivo una experiencia paranormal. Ayer, sala de espera del oftalmólogo, tres señoras desconocidas entre sí, gordas y ataviadas con mucha lycra, pegaron la hebra con un tema apasionante: los milagros de Fátima:

-Se conoce que este médico es de los buenos. A mi suegra, la mujer, le quitó 18 dioptrías de las de entonces. Cuando no había láser de este nuevo a “propulsión”.
-Claro, es que esta clínica es de pago, y eso se nota… No hay más que ver las maderas nobles y el sky de los tresillos. Esto no es mi ambulatorio de San Cristóbal Industrial.
-Pues mi hija va a quitarse la mácula y va a quedar como un san Luis Gonzaga, que la chica tiene complejo con sus gafas, y no vean lo mona que se pone cuando se las quita y se da unas sombras “chinescas”. ¡Quítatelas, Vane!

A estas alturas me estaba contorsionando de risa sobre el noble sky. Con la convicción que da la ceguera de que los otros tampoco te ven y apenas tapada por un Hola trasnochado y vuelto del revés. Las tres marujas pensando que el colirio me había provocado un efecto colateral de importancia, se precipitaron sobre mis mechas, solícitas y llenas de dioptrías:

-Ay, pobre joven, que el láser le ha hecho un efecto raro!
-Claro, con esos tacones tan altos no se puede ir por la vida. Seguro que se ha mareado, la muchacha.
-Mama, ¿no te das cuenta de que se estaba descojonando de nosotras?

La de las sombras chinescas tendría mácula, pero no era tonta la jodía. Justo cuando las gordas con lycra se disponían a echarse sobre mí, con sus pelos atusados de laca de punta, para lincharme, entró la enfermera y me rescató de una muerte segura.

-Vaya pasando con el doctor, y no se deje nada (mirando de refilón mi bolso, abrigo, revistas, chocolatinas a medio comer y MP-3 desparramados por el tresillo deluxe). Mis ejecutoras no perdían comba, malencaradas y dispuestas a atacar en cuanto saliera de los dominios del doctor Milagro.

Consulta del susodicho. Un tipo con melenilla y gomina que hubiera jurado que miraba con cara de “qué guapo soy, y qué rico, oyes”. El colega me sienta y me invita a leer el cartelillo con las letras. Yo, crecida, las adivino todas, y las canto como si estuviera en el bingo. Por una vez no hago la trampa de siempre, esa que bordo desde la infancia y que consiste en mirar a escondidillas con el otro ojo. Las soberbias es lo que tenemos. Nos fastidia no dar en el clavo, aunque sea por tara física.

-“Estoy sorprendido del resultado de la operación. Ve usted un 110%”, me dice el autor del milagro, con orgullo.
-Ya decía yo que en el aeropuerto le vi las bragas a mi cuñada al trasluz.
-Ah, bueno, ¿y qué tal ve de cerca?
-Pues mal, me ha quitado la miopía y me ha dejado de regalo una presbicia que te cagas.
-Es lo que leyó en el impreso que le dieron antes de operarse, ¿recuerda?
-Sí, recuerdo. No se preocupe, que no le voy a denunciar por convertirme en una vieja que para leer las instrucciones de la cafetera tiene que separarse metro y medio.

Antes de regresar a la sala de espera/cadalso, pasé por el baño para disfrazarme y que las gordas no me conocieran. Como seguía bajo los efectos de la dilatación, el espejo me devolvió una silueta desdibujada, así que cogí una toalla y me la enrollé a modo de turbante. Con mis gafas de sol y cual Mortadelo, de incógnito, pasé por delante de mis gordas, con éxito:

-Mira la joven esa, se conoce que le han hecho daño con los rayos láser en la cabeza. Aquí mucho lujo y mucho ambientador, pero son más brutos que el Tenazas de San Cristóbal!…