Por las noches Minichuki me reta a una partida de ajedrez: “piensa, mami, miensa…”, repite porque sabe que soy una mujer peón que muere matando. La estrategia es un talento que exige arrancarse el corazón para evitar distraerse con el latido. Nunca leí el famoso tratado chino “El arte de la guerra”, así que en su defecto me entrego a las enseñanzas de una niña de nueve años que me mira burlona al otro lado del tablero justo antes de agarrar la figura con sus deditos: “Jaque mate”.

Me cuelgo del teléfono con mi amigo R. Un estratégico amoroso con el que no hablo de ajedrez pero sí de libros, cine y mujeres. Me cuenta que  debe grabar la voz que saltará en el contestador del negocio de su ex novia: “Ha llamado a Perfumerías Rosalinda. En este momento no podemos atenderle, pero vuelva a llamar y su piel se lo agradecerá”. No es este el mensaje, claro, pero ambos nos reímos con la situación. “Te llamo porque te vi cara de cansada y quiero saber cómo estás antes de irme a ver al Barça”. Le digo que bien, que sospecho que a veces me hago trampas en mi partida de ajedrez y necesito un árbitro que me contenga. Jugar sin tablero y con las fichas marcadas es lo que tiene. Me manda besos, dos recomendaciones literarias que debo anotar sin falta y la certeza cálida de que no sólo las amistades de la infancia echan raíces.

Pienso que hay amigos alfil y amigos torre. Hay tipos que avanzan tres casillas y retroceden cuatro y otros que tiran adelante a riesgo de ser devorados en el camino. Elijo siempre a los segundos. Me cansan las partidas eternas donde el contrincante desaparece dejando el reloj de arena muerto. La impaciencia mató al gato, pero al menos éste recorrió unos cuantos tejados y tiene material para contarlo. Aún no domino el arte del enroque, ese baile de fichas en la retaguardia que a Minichuki le encanta porque conoce los pasos y el compás. Yo siempre pisé a mis parejas de baile y las casillas se me quedan pequeñas. “Mami, mueve ya que lo haces muy bien”, me dice ella y dan ganas de saltar y comérsela a besos.

Una vez entrevisté a Kasparov. Me pareció un tipo extremadamente inteligente y desalmado. Todas sus pasiones, todos sus anhelos parecían contenerse en las fichas que movía concentrado como un microcirujano en éxtasis. Me habló de cómo la vida podía resumirse en un juego de movimientos con grandes aciertos y grandes caídas. Le pregunté si acabar en tablas era una catástrofe. Me perforó con la mirada. Aquel hombre pensaba y sentía con los dedos. Podía prever los acontecimientos mundiales a partir de un juego. Su mente iba tres casillas por delante de la de cualquiera y sufría por ello. Me pareció que la estrategia era tan necesaria como agónica. Aposté por el impulso, y así me va.

De ahí que cada noche, después de cenar, me siente con mi niña y un puñado de fichas blancas a redimirme por los movimientos vanos. De ahí que para no traicionarme mueva de cuando en cuando alguna ficha sin pensar demasiado, siguiendo el alocado camino del corazón.
-¿Pero qué haces, mami? ¡Ya te he vuelto a ganar!