Llegó al hotel con la reserva impresa y un pálpito Lost in Translation. Algo había hecho mal. En efecto.

-Esta reserva es para el próximo fin de semana, señorita.
-Ya…Pero aquí estoy con mi maleta y no voy a volver a casa. ¿Tiene una habitación libre?
-Al mismo precio, no.
-Al precio que sea. No pienso volver, como le digo.
-¿Una o dos camas? Necesitaré el DNI de su acompañante.
-¿Qué acompañante?
-Ah, es que usted reservó habitación para dos.
-¿En serio? No creo…Bueno, prefiero una cama.
-Lo siento, de una no hay. San Valentín, ya sabe…

Pensó que no, que no sabía. Que dos camas no era un mal arreglo. Podría pasar la mitad de la noche en una y la otra mitad en la otra. Incluso podría invadir con una pierna la cama de al lado. O, a una mala, invitar a subir al director del concierto. Un tipo calvo que, entre las dos sopranos rubias, explicaría con humor británico esa misma noche las historias de desamor de los madrigales de Monteverdi.

El gorjeo de los pájaros presagia el dolor. No hay amor sin dolor, ya saben. Y sí, suena desgraciado, pero tantos testimonios no pueden equivocarse. Disfruten de la música, aunque no tengan amantes. Que bastante gris oscura es ya la realidad.

Real Coliseo Carlos III

Ella escuchaba sentada en una butaca forrada de terciopelo azul grisáceo. Fila cuatro. A su lado, un desconocido, también calvo, escrutaba el programa como si bajo las líneas hubiera un mensaje encriptado. Sus brazos se rozaban inevitablemente porque las butacas de un teatro del siglo XVIII estaban pensadas para el roce cortés. A el calvo la coincidencia de piel parecía sobresaltarlo. A ella le daba lo mismo, absorta en los cantos de las dos sirenas rubias. “El desamor es mucho más arrebatado y creativo que el amor, tiene razón”, pensó sintiéndose muy de acuerdo con el hombre que acariciaba órgano y clave con idéntico virtuosismo.

La música tiene el efecto de detener el tiempo y la deriva de los pensamientos. Sentir y nada más. En el palco a un tipo le sobreviene un ataque de tos y su mujer, atribulada, lo manda de patitas a la calle. En el patio de butacas todo son parejas, a excepción de dos o tres hombres que, como ella, parecen haber perdido a alguien en el camino. Hay lugares arca de Noé donde la soledad es una evidencia incómoda. Pero las dos ninfas rubias,  Rachel Elliott y Agnieszka Grzywacz  rivalizan con sus melenas y sus voces de soprano -una de seda, la otra de terciopelo- y logran que el respetable olvide por un ratos cualquier convencionalismo social.

Suena Amarilli, de Caccini, y ella piensa que hay rasguños que no se curan porque te los haces justo en la yema de los dedos, ese lugar donde cualquier roce levanta la piel. Y sangra. Suena Pur ti miro, pur ti godo, cantado por Nerón y Popea, y el vecino calvo se revuelve de emoción y temblores. Y aplaude con pasión, y ella también. Y se encienden las luces y las parejas abandonan la sala cogidas de la mano. Y los solitarios también, encendidos de arrebato monteverdinesco. A sus cuartos de dos camas y la promesa de una noche larga y ambientada en la Italia del seicento. Allí donde el desamor es virtud y la belleza un calor absoluto que te impide sentir la punzada de la soledad.