Jordi Savall

“Para que podamos ser libres tenemos que utilizar nuestro cuerpo tal como es”. Lo decía anoche Jordi Savall en ese programa extraño para los tiempos que corren que se llama #Imprescindibles del que ya he hablado. De factura sobria y ambición extraordinaria, es uno de esos pocos argumentos para quedarse viendo la tele un viernes mientras en una colegiata un músico tocado por las alas de algún espíritu iluminado impulsa a su grupo de intérpretes a conquistar la cumbre más alta de la emoción y a sobrevolar la Roma de los Borgia.

Anoche volví a sentir que estaba en el lugar preciso y con la mejor compañía imaginable contemplando a este hombre con su viola al hombro relatar con la modestia sincera de los grandes cómo la vida le había enseñado algunas lecciones de suma utilidad. “Una vez siendo joven me perdí camino del Auditorio donde iba a dar un concierto. Entré en un bar y había un hombre tomando un café. Le pregunté cómo llegar y me dijo: tómese algo conmigo y luego le acompaño. Cuando rechacé su oferta alegando que tenía prisa respondió: “¿Yo tengo tiempo para ti y tú no lo tienes para mí? ¿Acaso tu tiempo vale más que el mío?”.

Savall habla como reservando parte del aire, del aliento, dentro de la cavidad de su boca. Así que sus palabras, con ese acento catalán que no hiere, reverberan igual que las notas en la caja de sus instrumentos medievales, renancentistas o barrocos. Es la voz de un sabio de otro tiempo que ha sobrevivido a la vulgaridad y al mercadeo musical para centrarse en producir belleza líquida en botes de cristal transparente. Además es, al menos para mí, un hombre guapo y tranquilo. Con esa frente despejada y esa forma de mirar -las gafas casi en la punta de la nariz- de quien ha visto y estudiado pero nunca te humillará con su ventaja.

Sentí que acabara el programa, embriagada de salves, réquiem y muros de piedra donde las voces del tenor y el contratenor trepaban como arañas hasta el campañario y devolvían al aire una profundidad caliente y conmovedora mientras él, el jefe, asentía concentrado y a ratos regalaba una sonrisa sobria de gratitud. Decidí que debo regalarme por San Valentín o porque sí un disco de Savall. Y mientras escribo suena La Ofrenda Musical de Bach interpretada por su grupo en una abadía francesa. Y entiendo que si hay un dios está entre las notas de ese pianoforte. Y en el silencio que irrumpe de una a otra y reclama su protagonismo radical.

Si nada lo remedia o interrumpe, haré dieta de silencio por dos días -con una sola salida programada- y me acompañará él, y un libro curioso titulado “Pa-ra ser es-cri-tor” de la editora Dorothea Brande (Círculo de Tiza) que en su página 53 desliza lo siguiente:

“Para ser escritor, antes que nada, hay que cultivar un temperamento de escritor”

Y poco después:

“Pero existe otro elemento importante en su carácter que es igualmente sustancial de cara al éxito. Es un elemento adulto, cultivado, templado y justo. Se trata de su lado de artesano, de trabajador y de crítico más que de artista. Este lado tiene que trabajar continuamente junto a y a través de su lado infantil y emocional, o no tendremos obra de arte”.

Con estos ingredientes ya sólo me resta cocinar un caldo nutritivo y ligero.  Creo, Dorothea, que el escritor además de lo que apuntas debe respetar su cuerpo y conservarlo tal como es. La receta de la libertad de la que habla Jordi Savall. Y dormir siete horas, y cortarse las uñas con cuidado para no arañar las palabras. Y soñar con viola gamba. Y parecerse a un luthier que lija la madera con delicadeza y conoce el secreto de la música que alienta una frase, un párrafo o una nota en blanco. Ese respeto imprescindible, tan sonoro.