Cuaderno de bitácora. Hoy, en la tempestad eterna de la noche, he sentido que se me agotaba el plazo. Que debo seleccionar de entre la maraña de historias que me susurran al oído voces de autores muertos y enterrados, esa que tendrá largo recorrido. Un cheque en blanco para fabular sin diletancia. O con ella. Haber llegado hasta aquí sin demasiados arañazos me ha convertido en una observadora permanente de gestos y palabras. Una voyeur enzarzada en la plácida comodidad de la misión cortoplacista. Que todo empiece y acabe en una hora es un alivio. Pero, ¿qué pasaría si alejáramos la línea de meta unos pasos, unos metros, una pequeña eternidad?

La culpa la tiene D. y su empeño en ver juntos la Fórmula-1. O más bien la salida, ese monumental hormiguero furioso que se desparrama y busca hueco a riesgo de pegársela con el de al lado. La estrategia de unos y de otros. El momento de respostar, que nunca es baladí (sí, yo era de las que pensaban que el combustible se echa cuando se agota, pero parece que no. No exactamente). La información que transmiten esas voces metálicas y entrecortadas del director del equipo. Un cordón umbilical que nutre al piloto y lo alienta y lo acompaña en la soledad dramática de ese habitáculo diminuto a 300 km por hora. La decisión del tipo de ruedas, duras o blandas… Y así transcurren las vueltas. Una, y otra, y otra más, en medio de un ruido que ya no ensordece a nadie, como antaño,  y que explota desde unos motores modificados para no contaminar demasiado el medio ambiente. Otro guiño al futuro de los que se quedan.

Nunca hubiera pensado que la carrera más vertiginosa del mundo obedeciera a las leyes del medio y largoplacismo. El corto plazo es para el vértigo, las ilusiones vanas y la pulsión de muerte. El largo para los niños, que amanecen con la certeza de que cada segundo es eterno y se estira, en una fantasía de perpetuidad tan formidable que el día que se pierde les hace llorar sin consuelo.

Hay misiones que requieren su tiempo. Carreras que arrancan a trompicones y, si logras superar la punzada en el costado, esa tentación brutal de detenerte en la cuneta, recuperas el resuello, el cuerpo se adapta a los contornos de la voluntad y el trote al pensamiento. Ese instante es un regalo porque te hace sentir que puedes, que ha entrado un chute de aire limpio en tu musculatura. Que ya podría desatarse una tempestad que tus piernas van a seguir tirando. Y entonces, aunque seas corredor aficionado y a menudo desfallecido, como es el caso, tu mente se adelanta a tu organismo y le va dando órdenes y aliento. Y ese momento efímero desencadena una excitación tal que si te mueven la meta un poco, no demasiado, puede que ni te enteres.

Detengo ya el tono manual de autoayuda, que esto no iba de correr. Hoy he pensado que el mayor síntoma de madurez es ser dueño y administrador de los plazos. Y aplicarlos a un libro, a un amor, a una decisión profesional, a un destino. Sin quedarse corto ni largo, me parece. Habitar el largoplacismo permanente te vuelve cicatero y podría sorprenderte con la muerte antes de culminar nada (creo que la famosa parábola de los talentos se refiere a eso, debo releerla).

Lo dejo ya, que la ducha me reclama. A partir de ahora voy a añadir a mis listas una de plazos que no cumpliré del todo, desde luego. Un cierto misterio, la sorpresa, el salto al vacío, el encuentro inesperado, la pasión fatal, el desenfreno no deben faltar en el menú de cualquier historia que no haga bostezar. Ser completamente previsible y obediente con los planes trazados le quita mucha emoción a la vida. Y se parece a un anticipo de la muerte.