Cada noche, cuando entro por el portal de casa, temo que Vlad me entretenga con algún sucedido de la comunidad. Mi cetro de presidenta tiene sus días contados, pero amenaza con ser trepidante hasta el último segundo.

Ayer, dos vecinas ancianitas escuchaban al conserje con cara de susto. Yo traté de pasar detrás del grupo, escondida sibilinamente en el cuello del abrigo. Pero había subestimado una vez más los poderes ninja de mi carcerbero.

-Escuche, escuche. Le estoy diciendo a doña P. y a doña M (cuando quiere el jodío es muy ceremonioso) que ha venido un tal Antonio Sánchez vestido de Gas Natural y con un carnet con su foto -falso, naturalmente- a hacer una revisión del gas de doña G. y le ha estafado 110 euros.

En esos casos en guión de Presidencia dice que hay que poner cara de sorpresa indignada. Y tomar una decisión, cualquiera que sea, para dar a entender a las doñas que sus vidas están más seguras gracias a ti:

-Habrá que extremar las precauciones, sí… (yo también he leído a Hércules Poirot)

Asumo que no fui muy convincente. Pero cuando llego a casa apenas me queda fuelle para quitarme los zapatos, y la sobreactuación requiere mucha energía. Así que Vlad, decepcionado sin duda por mi falta de agallas, pasó al ataque.

-¿Ha visto ya las nuevas bombillas en tono cálido? ¿Le parecen bien?

No las había visto, no me había fijado, pero debía mentir porque fui yo quien la lió al descubrir mi descansillo iluminado como el bar del Tanatorio. 

-¿Por qué hay luz blanca en lugar de amarilla? quise saber un día.
-Porque don A. (el administrador también es don) ha comprado una partida de bombillas led muy baratas. Yo le dije que quería esa para mi chiscón, pero nada más…
-Pues yo no quiero que la entrada de mi casa parezca Alcatraz o la comisaría del barrio.

Había que tirar del hilo, porque el gesto del conserje ocultaba algo, y como presidenta de mi comunidad he desarrollado un olfato insólito para la trola y el chivateo. Así que me puse en contacto con el administrador, a quien no llamo don porque no me da la gana, y él me explicó que Vlad le había dicho cómo debían ser las bombillas. El tipejillo había tirado la piedra y escondido la mano!

Debo añadir que soy tan intolerante a la mentira como rarita para las luces. Para empezar, odio las de techo, sean las que sean. Y los clásicos fluorescentes de cocina española, muy del desarrollismo, donde toda carne que entra -de persona, ternera o pollo- parece recién salida de la cámara frigorífica de un forense. Yo soy muy de luces indirectas, bajas, cálidas y amarillas. Y me cuesta horrores encontrar la lámpara fetén, con lo que termino perpetuando la bombilla desnuda en algunos rincones de mi casa.

Además, voy detrás de las Chukis apagando las luces que ellas dejan encendidas. Una de las funciones que la tradición reserva a las madres, además de cerrar grifos y reponer el rollo del papel higiénico. Iluminar tu vida adecuadamente no me parece un asunto menor, y cuando una vez alguien colocó una lámpara al otro lado de su cama lo entendí como un gesto de cariño (luego resultó que cuando yo salía por la puerta él quitaba la lámpara de la mesilla). Si no te quieren, te condenan a la oscuridad o, mucho peor, te plantan un foco cenital que te traslada a los interrogatorios de la Stasi. Y esa es la señal de que debes salir en estampida.

La cosa es que cuando ayer logré zafarme del Ninja y las doñas y lanzarme al ascensor, volví a olvidar fijarme en la luz del descansillo, y a mi adolescente, que yacía lánguida y febril en el sofá, le advertí de que no abriera la puerta al tipo del gas, ni con uniforme ni sin él. “Mejor no abras a nadie, chitina, ni siquiera a Vlad…. Y sospecha de todo ser que te ilumine en blanco y desde el techo”.

La pobre me miró como se mira a una loca en ciernes, y encogiéndose de hombros, murmuró: ¡Pero mamá, si nosotras no tenemos gas!

Cierto.

Hoy por la mañana he vuelto a cambiar el rollo del baño.