¿Es verdad que sólo tenemos una estación? ¿Un verano -dijo- y se acabó? (Años Luz, James Salter. Ed Salamandra)

Hacía mucho tiempo que no me dosificaba tanto un libro. Normalmente me puede la gula, el impulso precipitado de saber qué pasará diez páginas después, y otras diez. Impulso que contengo cambiando de lectura en esa única promiscuidad que me permito tras tantos años de contención y fidelidad a la causa. Pero Salter está siendo una excepción, mi excepción. Quizás porque no empecé febril, sino algo fastidiada por la profusión de descripciones -eso que a los impacientes nos pone de los nervios porque deseamos acción, que pasen cosas, que los personajes se vean al borde de precipicios desnudos de retórica y deban elegir entre tirarse o redimirse. Quizás porque no es uno de esos volúmenes que subrayo con mi eyeliner en trazos curvos que suben y bajan auspiciados por los destellos de las frases y, sobre todo, por una postura en escorzo horizontal poco asentada.

Salter, para mí, está siendo como un hombre que no te deslumbra en la primera cita pero que con el tiempo se va haciendo imprescindible. La suavidad de sus modos y esa forma profunda de calar que no es de aguacero sino de fina lluvia, el orballu persistente de mis queridos amigos asturianos. Unas manos que te mecen y te llevan por un camino de curvas poco pronunciadas y tierras  adustas donde la hierba recibe tanta y tan variada adjetivación que entiendes que es un personaje más. Que ese paisaje que podría exasperarte está en permanente evolución y en cualquier momento podría decidir el curso de la historia, o al menos arrojar las pistas clave para entender por qué esas parejas de las que habla tienen un destino preescrito.

Anoche, leyendo en la cama con Minichuki al lado en una costumbre de cálida intimidad que hemos inaugurado ambas, ella me contaba que se ha puesto 40 páginas diarias de tope “para que este libro me dure, mami. ¿Cuántas te has puesto tú?”. Me pareció una forma inteligente de dosificar la pasión, pero no supe responder. Llevaba unas cincuenta siguiendo como una voyeur vocacional a esos personajes magnéticos. Un matrimonio con todos los ingredientes para ser feliz que sin embargo debe buscar fuera la felicidad, a la deriva. Que sienten que les falta algo y lo persiguen entre los brazos de sendos amantes. Por fuera -y tú, como lector, a veces estás fuera y a veces dentro, según ordena la batuta del autor- son tan perfectos que asustan. Padres de dos hijas ideales. Creativos, amantes de la buena música, el cine, el arte. Rodeados de amigos nada convencionales con los que mantienen conversaciones de calado, jamás anodinas.  Estéticamente impecables.

James Salter

Por supuesto, y aunque el paisaje trate de despistarte, enseguida entiendes que la perfección no existe, especialmente en el matrimonio (justo de eso hablábamos D. y yo ayer, en la comida). Detrás de esas parejas brillantes, inodoras,  siempre hay esquinas afiladas donde se te engancha el vestido y se hace jirones. Son esos pisos amplios, luminosos y llenos de muebles design donde abres un cajón y se te cae un espejo.

Sólo tenemos un verano y se acabó. Hubiera matado por escribir yo esa frase. Tan simple, tan honda. El motor por el que a veces tomamos importantes decisiones (pregunten a los divorciados). A veces detrás de una separación no hay grandes conflictos, ni cuernos, ni terremotos domésticos ni subidas de tono que son preludio de la falta de respeto. Hay la intuición poderosa e irremediable de que somos un verano y se acabó. Y ese verano debemos elegir con quién queremos compartirlo. A quién invitaremos a sentarse con nosotros al otro lado del mantel en la pradera, con el membrillo y el vino fresco en copa de cristal, bajo la sombra de un árbol tan frondoso que no deja ver el cielo pero permite el paso de la brisa salvífica. Con un libro entre las manos, cada uno el suyo.

Mi hija dosifica su placer de lectura porque no sabe si habrá otro verano tan placentero como este que marcan las páginas de su libro. Esas que va pasando concentrada a mi lado, tapadas ambas con el edredón y cada una enfrascada en sus palabras. “No me hables, que me desconcentro”. Y obedezco porque mi Salter tampoco admite demasiada distracción. Debo beberme cada párrafo, observar cada piedra al borde del camino que conduce a esa casa, a esa familia que finge ser feliz y a ratos se lo cree, pero que empieza a darse cuenta de que la vida es un verano y si no hay un luego, perderlo en el engaño es un dispendio irremediable.

Sólo tenemos una estación, y llegar a este principio ¿irrefutable? no es un acto de pesimismo, sino un saludable punto de partida, me parece.  Las palabras mágicas que impiden perderse con cosas, con personas, con afectos que nos desvían de la senda. Que nos distraen de lo que vamos siendo. De las palabras justas. Del amor verdadero, tan imperfecto. A veces partimos de un ideal construido con escombros de niñez, de adolescencia. Estertores de dolor que nos invitan a fantasear, a escribir mala literatura con nuestra propia vida, eso tan sagrado y tan fugaz. Entonces nos lanzamos a dibujar el trabajo ideal, el hombre o mujer ideal, el paisaje que lo acoja y lo engalane, y al poco llegan los enganchones y desgarros del vestido. Que siempre es de seda y amarillo. Difícil de zurcir sin que se note.

En este punto abandono mi insoportable intensidad tan de mañana. Mi James no me lo perdonaría. Y espero sin ansia, pero sin olvido,  nuestra cita de la noche. En la cama, como las buenas primeras citas, que suelen suceder en veranos eternos que se quedan congelados, detenidos, prendidos para siempre en la memoria.

Virginia Woolf