“En toda vida hay un error preliminar,
aparentemente banal, como un acto de negligencia, un falso razonamiento,
la contracción de un tic o de un vicio, que engendra a su vez otros
errores”. 

La frase -proteínica, clarividente- de Julio Ramón Ribeyro formaba parte de un cuadro que me gustó especialmente entre los que exhibían en JustMad (*). Desde el domingo pasado he estado dándole vueltas a mi error preliminar. A ese temblor que provocó la caída de una ficha de dominó que arrastraría en cola a muchas más.

Somos supervivientes de nuestros errores. A veces somos hijos de un error. “Tú fuiste un accidente”, dicen a veces los padres a sus hijos con una ligereza extraordinaria. Como si ese nacimiento estuviera desprovisto de nada que no fuera una eclosión de azar. (Al fin y al cabo eso es engendrar, así lo hacen las bestias de la tierra. Pero el hombre, la mujer, imprime sentimiento, esa pasión domesticada que nos permite sentirnos superiores, y nos justifica aunque luego matemos y torturemos a nuestros iguales).

Uno siempre es un error para alguien. Una mala elección en el camino que se bifurca. Y aceptarlo es crecer, como se asumen las costras en las rodillas de la infancia. Ribeyro lo cuenta así de bien:

Al respecto: imagen del tren
que, por un error del guarda-agujas, toma la vía equivocada. Más justo
sería decir por un descuido del conductor de la locomotora. Más justo
todavía imputarle el error al pasajero, que se equivoca de vagón. Lo
cierto es que al pasajero se le terminan las provisiones, nadie lo
espera en el andén, es expulsado del tren, no llega a su destino
.

A veces se nos terminan las provisiones, y empezamos a devorarnos las uñas,  las yemas de los dedos, en una antropofagia ritual, endemoniada. Y ensangrentados seguimos cometiendo errores por descuido, cobardía o pura torpeza incapacitante. Y hay que darse margen y permitirse, sin dejar de tomar conciencia y aprender para que nuestros errores no dejen un reguero de muertos por las vías del tren.

Hubo un error primigenio, lo hubo, voto a bríos. Y después, consciente a los pocos segundos, permitimos que huyera con sus piernas de plomo y nos tapamos los ojos con una venda rota. Y el paso de los días, las semanas, lo fue desgastando y lo convirtió en un harapo que ya no tiene uso y sin embargo debe seguir ahí, como un despojo, que es para recordarnos que un día nos salimos del camino correcto.

Errores primigenios habituales: elegir un mal libro, un amigo que duele, un novio o un amante, una carrera, un trabajo. Unos zapatos que aprietan, pero eran tan bonitos…Una sombra de árbol cargado de orugas. Un cóctel explosivo que deshace el estómago. Un vuelo de avión que se retrasa o explota en el aire que es tu vida. Un cable azul o rojo. Una historia que crece y se aborta por falta de aliento. Un jersey color lima, que te hace cetrina y amarillea el rictus. Un taxi maloliente del que nadie se baja, por recato. Un cura que desata mil escrúpulos a adolescentes torpes. Un desodorante, un perfume traidor que te hace otra. Y esa sensación creciente, poderosa, de lo que pudo haber pasado de elegir el raíl más conveniente. Y esa certeza, relajada, salvífica, autojustificativa, de que vivir sin errores primigenios sería algo menos excitante.

(*) En realidad la frase de Ribeyro nunca estuvo allí. Me vino inducida por un artista que viola y enriquece y la mezclé con otra frase de otro cuadro que había visto en ARCO y cuyo texto no recuerdo. Moraleja: Nunca deberían darme trabajo como notaria ni documentalista.