“Cuanta más experiencia de soledad tiene uno, más paradójicamente se vive la sensación de que esa experiencia no es precisamente de ostracismo o aislamiento, sino de apertura hacia los demás”. Enrique Vila-Matas, “No soy Auster” (Cuadernos Alfabia).

No eres Auster, ni falta que te hace. No tienes una bellísima mujer, escritora solvente, ni una casa perfecta y very cool en ese New York al que no llega el turista, por más que deambule en sus aceras y asome la nariz por sus ventanas. La soledad abriga en su intemperie, está llena de aire con palabras, de encuentros y desencuentros que no se quedan a cenar ni dan las gracias.

Ayer acompañé una mudanza y su protagonista me dio el librito para entretener el largo rato, embozada en mi bufanda y sin quitarme el abrigo. La garganta era lija y esa flema arraigada me obligaba a un molesto carraspeo intermitente. “Ella era Hemingway” y el citado “No soy Auster“. Apenas 30 páginas que me aislaron del trasiego de cajas de cartón y patas de mesas que dos hombres arrastraban de acá para allá, en un espacio caótico donde los ácaros encontraron su alborozado parque de atracciones. Temía el sarpullido, esa urticaria traidora que se presenta sin llamar, y encontré refugio en Vila-Matas.

Vila-Matas y Paul Auster

El autor hablaba de la historia secreta que subyace en las historias. O sea, eso que no se cuenta pero está y provoca leves movimientos tectónicos en una historia. Lo que un escritor no desvela porque es bueno que así sea. Pensé en ese pecado familiar de ser explícita y que la claridad interfiere al misterio. Consideré la oportunidad de fabricar dos o tres territorios ambiguos en mi novela, que no se expliquen pero resulten determinantes. O incluso que simplemente funcionen de atrezzo en la historia. Miré a mi alrededor esa casa desconocida e imaginé a su morador; le puse etiquetas. Un rostro y un cuerpo, la marca de su espalda aún vivía en el sofá, cubierto con una colcha sobre la que se desmayaba una manta sin doblar, demadejada.

Entré en el baño, con ese pudor de voyeur aficionada. Parecía que Antonio López hubiera estado allí, con sus pinceles, y abandonado el lugar segundos antes, dejando las estanterías con sus intendencias en cajas de medicinas, tijeras cortauñas y, sobre el lavabo, un espejo esmerilado que te devolvía la cara distorsionada, el misterio que ocultas sin saber, que ve el lector cuando te lee e interpreta.

Los verdaderos secretos están en lo cotidiano.  Eso que se desvela en el silencio, solo en la soledad.

Muy Antonio López

Es sorprendente que no podamos comenzar a comprender nuestra relación con los demás hasta que estamos solos. Y cuanto más solo está uno, cuanto más se hunde en la soledad, más profundamente siente esa relación, dice Auster”. Es una buena definición de la soledad del escritor (concluye Vila-Matas).

Estoy sola, llena de tantas cosas que me gritan. El humidificador escupe gardenias frescas. Me duele la garganta. He llenado seis bolsas de libros que no me salvan la vida pero ocupan y hacen ruido imprudente y temerario. En breve se los bajaré al portero y él podrá husmear entre sus líneas mis subrayados y preguntas al margen, agazapado en su chiscón. Todo un striptease. Y esa será otra historia. ¿Clasificada X? (Las mudanzas son como las bodas, de una salen otras, decían las abuelas).

Cada voyeur tiene su contraparte. Eso lo digo yo,  irritada de tos de vieja guardia.

(El silencio de las casas es un grito).