Mi querida Big-Bang:

Tú vas a un programa de televisión de amplio espectro popular y te identificas en el control de seguridad. Después de un rato de espera te baja a buscar una de producción que siempre lleva prisa y, aunque intenta hacerte un saludo pelota -vas a rellenar de gratis unos minutos eternos de casi nada- le sale un “rápido rápido”, como al conejo de Alicia en el País de las Maravillas. La sigues, obediente, por el torno de irás y (quizás) no volverás y te lanza a la sala de maquillaje y peluquería, donde unas cuantas pizpiretas se afanan con otros invitados, alguno famosillo, que ni te saludan ni mueven un músculo ante tu presencia. Así que decides poner un gesto altivo de “vengo a estos sitios tanto como tú y si crees que te he reconocido, vas dado”.

Esperas un rato y entonces se presenta tu pizpireta con un secador en la mano, dispuesta a todo. Le explicas que el brushing dejó de hacer estragos en tu cabeza en los noventa, y ella indefectiblemente responde: “tranquila, será un toque para arreglar esto…”. ¿Estos, a qué se refiere ésta, a mi peinado, a mi corte de pelo, a mi cabeza en general?. Pero antes de que me dé cuenta me engancha el primer mechón con el cepillo y procede a peinarme estilo Concha Velasco en “Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?”.

Cada vez que ella se toma un respiro, tú aplastas su obra con las manos, y ella vuelve a darte una repasadita. “Hala, ya está, no dirás que no estás guapa”, finge. “Eso se lo dirás a todas,so chunga”, pienso. Y antes de poder reaccionar estoy en manos del ser más poderoso. Ese que con un gesto puede destrozar tu carrera: la maquilladora.

¿Cómo te gusta? pregunta porque el protocolo se lo exige. “Pues muy natural y con los labios bien rojos. Si quieres, aquí traigo mi rouge de Chanel”. “No hace falta, tenemos de todo”. Y la jodía empieza su obra con suma concentración. Tú no puedes mirar porque lo mismo te saca el ojo con el pincel o, peor aún, con un lápiz verde pavo real que jamás ha entrado en tu pantone. ¿Vas a pintarme raya por debajo?, preguntas bajito y cagada demiedo.”Por supuesto, esos ojos hay que resaltarlos como dos faros”.

Estás en sus manos, que no escatiman producto. Y cabe mucho producto. Tú finjes que te relajas, que has quemado tus naves, pero la tensión está alojada en el estómago y podrías vomitar el sobao pasiego ahí mismo. Claro que el famoso que se sienta a tu lado es de los de lengua viperina y lo contaría en directo, Fin de tu carrera, mona. A montar la soñada droguería. Cierras los ojos, mejor no ver. Cuando los abres compruebas que tus temores eran fundados. Delante de ti una choni ordinariota con raya verde bien marcada y pelo de Concha Velasco. Perfecta para anunciar Tena Lady. “Ohh”. “¿A que estás ideal. Vanessa, mira qué guapísima la he dejadooooo”.

Lo siguiente es que la de producción llega corriendo, improvisa un piropo bien falso y te abandona en una sala con tres botellas de agua y una mujer rubia y gorda, tan basta como tú. “Ya está, es una cámara oculta. Cómo convertirte en una fulana vistosa”. Firmas un papel de cesión de derechos de imagen que se parece al de los pactos con Lucifer y bebes agua sin que nadie te ofrezca un picoteo ad hoc. De vez en cuando entra alguien que ni te mira, y a escondidas te quitas un kilo de maquillaje con la punta de una toallita. Milagro. Sigues pareciendo una majorette en carnaval.

Cuando has decidido escaparte, producción se presenta con la metralleta y te empuja al plató, donde alguien que tampoco te mira te mete mano con un micrófono y te sienta con una orden: “Ahí quieta hasta que te toque”. Te cagas en sus muertos, como haría la lumi que llevas en la cara, y aguantas veinte minutos más de ninguneo sin bocata, mientras las marujas que han llevado como público aplauden enfervorecidas cada chascarrillo de la presentadora. Una de ellas, que se presenta como Vicenta, de Palencia, te engancha como nueva amiga y te invita a unirte al grupo. Compruebas que todas llevan la raya por dentro del ojo. Y, por primera vez en mucho tiempo, te sientes integrada.