Y entonces tu amigo, el mismo de hace diez años, o puede que más porque hay fechas que se difuminan como tintas antiguas en los calendarios del olvido que nunca has olvidado, te hace la pregunta no sin cierto pudor. Con preventivo miedo a desatar un tsunami llamado desabrida intimidad o carne viva.
-Pero tú… ¿Estás bien?
Y sabes, desde luego, que esto no va de escapada respuesta de charla de ascensor o tocador de baño: Ni de un “bien, ¿o te cuento?” que suele recibirse con risas nerviosas porque en realidad no siempre estamos dispuestos a abrir según qué costuras de nosotros mismos.
Y mi amigo en su histórica timidez, tras un largo paseo picoteando letras acá o allá, como olas que baten en un puerto tranquilo sin más trascendencia que la dulce repetición y esa calma de andar juntos del brazo, quiere saber “de verdad” cómo estoy. Sin puertas ni ascensores. Y le cuento, le cuento, le cuento, que es una manera de hablar conmigo misma.

Y eso lo cambia todo, porque abre una compuerta de confidencias atrasadas que no tiene mesura y no agotamos, frente a un té moruno de un verde eléctrico inexplicable, acaso radioactivo, con vistas a una plaza tranquila que el sol de atardecer apenas templa, pero es un espejismo de primavera tierna que los dos recibimos con profunda alegría.
(Un inciso necesario: Mi amigo es de las pocas personas con las que comparto la preferencia por el helado de menta con diminutos trocitos de chocolate. Un detalle anodino que sin embargo importa en la suma de aquello que nos une).
Ambos, me parece, tenemos la sensación de que ninguno de los dos lo cuenta todo, porque piensa tal vez que el otro lo prefiere, en una delicadeza de silencios que llena cada uno a su libre albedrío.
Es difícil llegar a ser amiga de alguien a quien hiciste una vez in ille tempore una entrevista de trabajo, convengamos. “Me trataste como si fuera un becario”, confesaría después y aún me avergüenzo (porque él tiene y tenía tanta experiencia como yo). Él llevaba uno de esos jerseys azul verano pasado por tormenta, a juego con sus ojos de halcón sin caperuza. Yo, unos tacones mamarrachos y maneras de fina Rottenmeier. Muy sobrada y aún por aprender bastantes cosas.
Últimamente, amigo, me siento en una noria loca a la que alguien dejó el motor en marcha y se fue a por tabaco. Invento, creo, muevo engranajes y disfruto una vorágine que me deja tendida por la noche en una playa desierta con mi Bronte pegado a la curva de la espalda, su aliento perruno y amoroso en mi cogote. Yonqui de los principios, culpable de los cuernos a esta soledad tan necesaria para los que escribimos, tiempo reconquistado. Eufórica a ratos, satisfecha del aquí y el ahora, agotada a las ocho de la tarde. Deudora de mis amigos, y hasta de mis enemigos si tuviera. Consciente de que puedo y de quién soy. También de lo que ya nunca seré. Rabiosa cuando me rascan con venenosa dureza altivos caballeros sin corcel ni blasones. Sensible hasta la náusea. Mortal, funambulista, esquiva si no quiero que me encuentren. Anotadora de errores para no repetir, y sin embargo…

Mi amigo me escucha y me consuela, me aplaude y reconoce. Nos reímos como ayer, como mañana. Carcajadas al son de los helados. Porque un helado es siempre, o así me lo parece, una vuelta a la infancia de manual, esa que en realidad no existe ni existió. Y el ayer no molesta, pero somos futuro y hay que limpiar de polvo las esquinas que un día dejamos olvidadas.

(Me olvidé de contaros que mi amigo es una de esas personas que suelen llegar tarde a todas partes, incluso y sobre todo a sí mismo. “¿He cambiado al respecto, verdad?”, quiere saber, y asiento jubilosa. Convencida de que los dos hemos cambiado sin cambiar. Y que el feliz hallazgo resiste mil preguntas, de las que tocan hueso y calan vísceras. Y el ayer es un bálsamo que engalana la incógnita del hoy, y me hace sonreír esta mañana.