¿Por cuál empiezo?

Me escribe mi querido J. que “la paella es en sí misma una negociación”. Le respondo que la frase es aplicable a casi todo. Desde el sexo a los planes de vacaciones, pasando por la decisión de arrancar el siguiente libro de entre los que se agolpan ansiosos en la pista de despegue.

Ando de pactos con la trilogía de Robertson Davies que me regaló B. y a la que le puse la pegatina de “te espero bajo el árbol de la pradera de astur” (que B. y yo compartimos sin saberlo, porque él alquilaba la casa que alquilo ahora yo. Y ese fue el inicio de una gran amistad), pero el autor se ha impacientado y me mira mal porque ha visto que me llevaba para el fin de semana las “Instrucciones para una ola de calor”, de Maggie O´Farrell, quien a su vez desliza un mohín desdeñoso al compendio “Nuestros antepasados” de Italo Calvino, regalo de D.

Paella mar y montaña. Innoble por el limón

A veces toca negociar nuestras pulsiones. Callar aunque apetezca decir algo por si los efectos indeseables superan en la escala Richter a la necesidad de expresar un sentimiento. Esto que digo no suelo aplicármelo salvo cuando no confío del todo en el otro y me ronda cierta desazón. Entonces callo y supongo que otorgo. Y para compensar me arrebato en el teclado y arranco una historia que terminará en la papelera, tras una ardua negociación con la juez literaria que me habita.

Negociar una paella requiere un fino olfato. Y un punto de partida que es crucial: ¿De campo o de mar? Yo mezclo el mar y la montaña porque amo Asturias y lo reúne todo. Los Picos de Europa, mi playa de Lord Byron. Pero mi amigo J., que perdió su corazón en un enclave levantino, me tira de las orejas si advierte que he puesto limón para decorar el arroz -“no la ennoblece, verás”- y en un arranque de osadía, me pregunta si está socarrat.

El socarrat es el happy end de una negociación. El beso con lengua de un reencuentro. Y tiene su truco porque si te pasas se llama calcinado y si no llegas es un coitus interruptus.

Negocio con mi cuerpo un armisticio, una tarde de tumbona y mejillones. La verbena de mis sobrinos en la piscina. La madrugada y una niña que se acerca a mi cama y me toca tres veces: “Tía, ¿puedo dormir contigo?” Y ese placer de hacerle un hueco y tapar su piel morena para que los buenos sueños no se escapen. Y sentir que el aire huele a paella socarrat. A buenos libros y a grandes amigos que te regalan letras sublimes, en su punto justo de cocción.