A veces lo doméstico te para los pies y te los llena de barro, puñetero y molesto. Me aburre mortalmente comprar un lavavajillas. Hacer listas de la compra. Descolgar la ropa del tendedero y doblarla en tres montañas, asumiendo que confundiré la ropa de mis hijas. Misma talla, distintas hechuras. Las camisetas enormes para mi más pequeña, la Artista antes llamada Minichuki. Los jerseys de punto ajustados para la mayor. La condición de madre es vivir en la talla de nunca jamás; esa que nos vale a las tres y sin embargo no piden como antes, in ille tempore, asaltaban mi armario.
¿Hacerte “mayor” era eso? ¿que de pronto tu ropa es “muy chula para ti, mami, pero ya si eso te la pediremos dentro de varios siglos”? O “esas botas con graffitis estilo Dc Martens molan, sí, pero son demasiado cañeras para mí…”.
O acostarte la noche del viernes, los pies fríos al aliento amoroso de mi Bronte, sabiendo que tienen que llegar, un punto ansiosa. Y llegan  y deduces que están bien -conversaciones hiladas, risas excitadas de pasillo, anécdotas de un concierto, la cucharilla removiendo el Cola-Cao que viola el silencio sepulcral de la cocina-.

(¿En qué momento dejaste el Cola-Cao? That is the question. ¿Por que siempre hay un día de verano en el que el cuerpo te pide, repentino y urgente,  ese revival de la infancia y vuelas a por la leche helada a la nevera y la inundas de polvos y es volver al regreso del colegio? Los mocasines sucios, el pelo desnortado, el hambre canina y la disciplina exhausta, tres metros bajo tierra.

El lavaplatos. Eso lo empezó todo, diría yo. El martes se murió tras veintitantos años de servicio intachable, ajeno a la famosa obsolescencia programada. Fue un regalo de bodas de esos prácticos que uno no pone en la lista del amor pero aprende a amar con el paso del tiempo. Un compañero fijo, imprescindible,  en cada mudanza que emprendía. Llevaba un par de años desdentado, perdidas algunas ruedas del cestillo, rugiendo en sensuround como esas toses de anciano entre la partida de mus y la muerte. Y yo, desapegada a los chismes y a la cocina, lo enterraré con pena porque es el último resquicio de una vida que ya murió hace tiempo, fugitiva y según guion social preconcebido al que hice un corte de mangas tiempo atrás.

Ayer mi madre solícita ayudándome en la búsqueda de un sustituto. Obsesionada ella con el programa corto, considera que más de media hora de lavado es un desatino. Y a mí que el alma me quería atornillar al sofá después de una semana concentrada y salina como caldo Starlux. Y ella que venga, quítatelo de en medio, desmontemos el mueble que lo ampara. ¿Te traigo mis destornilladores? Y que si la doble A o la triple A… (¿eso no era un grupo de asesinos de uniforme?)

Amo tanto la Casa como detesto sus mendaces esclavitudes necesarias. Divido sus demandas entre “decoración” y “pringue” y sólo tengo ojos para la primera partida. Echo de menos mi otra casa, que espero recuperar al fin en pocas horas, sus chimeneas alumbrando mis pasos titubeantes. La cerradura rota, la puerta con carcoma que exigirán de nuevo que baje de las nubes y tome decisiones importantes, tediosas, irritantes; de esas que se te hacen bola un sábado de mañana a la espera del Sol. Las hijas duermen.

Y yo me pregunto a dónde van a parar los trastos que amueblaron el pasado. Si se llevan con ellos los momentos felices, testigos silenciosos de la que fuiste un día. Y si ese hueco tan grande que reina en la cocina no será el arranque del relato que has empezado a ser; rendida a que el destino viene cargado de dones, lavado y prelavado. Y que hoy tomaré un Cola-Cao bien frío y será tan Verano que lo mismo asalto el armario de mis hijas y me pongo un foulard o una sudadera enorme y así, envalentonada, la emprendo con la compra de una aspiradora. Ese rollo mortal, obsolescente; ruidoso y necesario.