Que te hagan tributar por la indemnización por despido se parece a que te echen sal en una herida abierta o a que tu novio se líe en tu cara con tu mejor amiga. Sin triunfalismo deportivo que llevarnos a la boca y pasada la euforia social del cetro y la corona, el anuncio del Gobierno te corta el cuerpo y te recuerda que siempre hay una vuelta más en el garrote vil de la tortura. Y que uno puede llegar a añorar esos días de calimocho y cactus en los que sólo rebajaron el cálculo por días trabajado y el paro era un erial, sí, pero aún se respiraba gratis y la desesperanza parecía haber tocado fondo.

Imagino que hay un término preciso para definir la capacidad de encajar un golpe más cuando ya estás tirado, noqueado, en la lona del ring. Yo no lo tengo. Se me ocurren imágenes dantescas, perros apaleados, niños sin comedor escolar para asegurarse una comida al día. Vacaciones en casa, sin salir porque cuesta. Tengo amigos, ya lo he contado, que hace años que viven al límite de sus fuerzas. Que miden cada caña que se toman. Que no proyectan viajes, que se cortan el pelo en el salón. Que piensan que el futuro de sus hijos está lleno de puertas y ventanas que se cierran. Que esperan, desesperan, el próximo portazo y buscan en las papeleras retazos de una dignidad que se resiente.

Que hace rato ya sacaron a sus hijos del colegio privado, después del concertado. Que emigran al pueblo porque aquí no hay futuro. Que deberían odiarte porque tu duda es si este año será París o Budapest, Londres o Praga. Que entienden que cada golpe, preciso y en el hígado, vendrá sin anestesia.

Praga

La brecha social de la que se habla no es de ricos y pobres. Es de gente que espera y gente que desespera. Y los segundos no entienden de censos ni estadísticas. Y el populismo tiene el terreno abonado. Y entiendo que la coleta sea mucho más que una liana a la que agarrarse, una mano tendida, un pañuelo para limpiarse el sudor. Y ya analizaremos otro día.

Anoche en una velada social un hombre bien vestido decía que le daba miedo el auge de Podemos. Y ponía, histriónico, una mueca de pánico como si hubiera visto al  fantasma que recorre Europa, ay Carlos Marx. Le dije que la demagogia se perdona cuando se tiene hambre. Que es la droga barata de los que no encuentran salida. El pegamento inhalado de los niños de la calle.

Me miró como si fuera transparente, siguió a lo suyo, perplejo, pensativo y perfumado.

La expresión, ahora lo veo, era la de quien teme que un ejército de zombies entre en su mansión y asalte su nevera.