Madrid, anoche

El taxista que nos trajo anoche de vuelta a casa confesó que estaba trabajando porque no tenía a nadie con quien cenar. Una Nochebuena solo o la atropellada charla con desconocidos a la grupa de su taxi era el dilema. Susto a muerte. Tras nosotros la policía perseguía a un coche estilo Hollywood y Madrid se atragantaba de pavo y de soberbia incendiada de neones navideños.

-Cada año se me pasa más rápido el tiempo entre una navidad y otra. Es como si fuera el Día de la Marmota, le dije a mi padre. Un hombre solo.
-Pues espere usted a cumplir los sesenta… respondió el taxista solitario.

A mí los solos me producen una mezcla de respeto y curiosidad. Hay que ser un héroe para elegir el silencio y la furia con patatas. Ante un hombre o una mujer sola el resto se incomoda. Se pregunta por qué. Se le pone bajo un microscopio para analizar cada molécula. Se le pide una explicación. (Eso que yo me pregunto ante un buen número de parejas. Hay quien elige ahorcarse en compañía para rellenar el guiso de sus rutinas tristes. Pero la soledad -se sobreentiende-suele tener más de condena inevitable que de decisión premeditada).

El taxista de sesenta hubiera querido, tal vez, cenar con su mujer, con una mujer, cualquier mujer, y comentar el discurso del Rey Felipe VI y beber tres copas de más y ponerse entre pesado y cariñoso. 

Ayer mi querida amiga C, que lo es del colegio y desde los 4 años, pero vive fuera, me hizo la gran pregunta del microscopio una vez analizados los asuntos generales de demasiado tiempo sin contarnos.

-Bueno, ¿y en lo sentimental, qué?

Le conté, noté que me explicaba. Argumenté a babor y estribor.  Puse ejemplos concretos. Reproduje escenarios, fragmentos de palabras. Los pinté de colores. Me abrí en canal. Creo que no hubiera sido tan prolija de haber estado cómodamente casada con un señor muy gris y muy amable al que le pides que vaya abriendo la botella de vino mientras tú sofríes la cebolla del besugo.

Un solo siempre tiene que explicar por qué está solo. No sea que piensen que es un excéntrico, un maniático, un exigente enfermizo, un ansioso del vacío, un espíritu ácrata, un gen del yo en estado puro. Un gay camuflado. Un incendiario. Un raro de cojones.

-Tú eres una radical. Dijo mi amiga.
-Yo no sé dejar de mirar cuando ya he visto, me ¿defendí?

Un solo te interpela. Te plantea la honestidad de tu compañía, si la tienes. Te lo imaginas un diógenes del silencio. Un inadaptado. Un delincuente con cadáveres descuartizados en los armarios. Envidias, en secreto, su torre de marfil. Pero sólo un ratito. Deseas con toda tu alma que encuentre pronto a alguien. Poder jugar al tenis en pareja. Que te confiese que sí, que a veces el oxígeno se agota y se instala un silencio incómodo que se rellena con la lista de la compra o las comidas de domingo en casa de tu suegra. De una suegra cualquiera. Pero él me quiere, verás, y yo le quiero. Y no podría imaginar mi vida sin que me estuviera esperando con el mando de la tele cada noche.

Y tú le dirás entonces que lo entiendes. Y cogerás un taxi (de lobo solitario, por azar) y pensarás que hay héroes muy solos y muy acompañados. Que hay un tiempo de barbecho necesario para todo corazón que ha cabalgado las llamas de un volcán en compañía. Que un solo también es un cobarde en ocasiones. Un pan sin sal. Un indeciso. Pero que sofreír cebolla y abrir una botella no es tanta misión, si lo analizas. Y conducir la calle de Alcalá, anoche, tan despoblada y bella, con dos desconocidos satisfechos, no fue tan mal plan, después de todo.