Mi querida Big-Bang:

Tercer día sin agua caliente. Tercer día que avanzo en pelotas, abro el grifo con resolución y recibo una ducha de hielo, rayos y centellas. Entiendo que el baño gélido espanta las tentaciones libidinosas y hasta las ganas de vivir. Mismamente podía haberme sentado a esperar la muerte mientras mi cuerpo encogía tiritando a ritmo de samba. Media hora después de salir, hierática, y arrojarme al albornoz en estado de shock, sigo con la piel azul y las mandíbulas desencajadas. Si mañana me enamoro de un esquimal, seré virgen de nuevo. Ahora entiendo que se saluden con la nariz, porque para besar hay que tener líquido anticongelante en las venas.

Odio el frío, pero duermo con la ventana abierta todos los días del año. “Mamá, se van a colar los malos por tu ventana y a ver qué hacemos, porque la espada láser está en mi cuarto”. Al final, accedí a dormir con el arma letal de la chuki menor a los pies de mi cama, y la primera noche, cuando se encendió sola, casi me da un infarto. “En adelante dejaremos que los malos entren y en lugar de tu espada de Skywalker pondremos un cubo de agua fría para que tropiecen y se rompan la crisma, ¿eh, chitina?”, propuse con vehemencia de estratega bregada en la batalla de Waterloo.

Poner trampas es un ejercicio de estilo para la supervivencia que nunca aprendimos en el colegio. En mi entorno siempre ha estado mal visto tangar al mus, y aún más al póker, pero yo lo hago sin querer porque nunca retuve las reglas del juego. Me fascinan los trileros que con tres vasos y una bolita logran detener el tráfico de la Gran Vía mientras levantan los bolsillos de las señoras que se dirigen al bingo con sus pellicas y sus malas conciencias.

Los bingos están llenos de gente que se ducha con agua fría. Zombies que avanzan despacio, eligen sitio en la sala y, sin hablar con nadie, se juegan el alma a una progresión aritmética. Mi abuela iba al bingo a escondidas, proque sabía que a mis padres les parecía fatal. Luego, en su casa, nos ofrecía unos caramelitos de colores redondos que cogía a puñados de las mesas de juego y entonces mi madre saltaba: “Ya ha estado otra vez usted en el bingo”. La Yaya, pillada por su propia trampa, ponía cara de mala leche y fijo que decía por lo bajini: ¡yo me gasto mi dinero en lo que me da la gana, no te jode!. Y mis hermanos y yo nos partíamos de risa y seguíamos zampando los caramelos del pecado.

El manual de los jóvenes castores explica que para ser buen cazador hay que ser antes trampero, igual que cocinero antes de fraile. Son estadíos sucesivos, como el gusano y la mariposa, que explican el quid de la existencia. Para librarte de las trampas del destino debiste entrenarte con Darth Vader, nena. Ser mala antes que Candy Candy. Pero algunas nos hemos quedado en la fase intermedia, como el hombre mosca que, víctima de una máquina mal diseñada, aparece con alas y antenas, desdentado y en un estado lamentable, el colega.

¿Cómo reprogramamos la máquina del tiempo y de la trampa?, me pregunto con los últimos espasmos de frío. “Rompiendo la caldera por siempre jamás”. Un pasmo diario bajo la ducha y estaré en condiciones de timar al personal sin que se entere. En una rato levantaré a las chukis y juraré que el bocata de sardinas asquerosas en realidad es de nocilla. Son astutas, así que si cuela estaré lista para colarme en el autobús y, con un poco más de entrenamiento, salir en los telediarios asegurando que el país marcha de puta madre, mientras agarro un Goya por la cabeza y sonrío a los del cine, cual Zapatero ayer. Con esa sonrisa falsa que otorga un buen jarro de agua gélida con estadísticas cada mañana.