No conozco una sola mujer con joyas de valor incalculable que no haya sido desdichada. Se diría que un collar de diamantes o un huevo Fabergé colgado de un hilo de platino ocultan siempre una maldición. Pienso en eso y todo me lleva a Liz Taylor. A sus amores y desamores perros. Al baqueteo de una vida donde muchos la besaron y, sin embargo, terminó sola con sus tiaras de esmeraldas.

Puede que esté diciendo esto porque el joyero que no tengo tirita de soledad. Durante años vi cómo a mis amigas les regalaban esas cajas de falso cuero forradas de terciopelo rojo con los huecos a la medida de sortijas, brazaletes y collares. Recuerdo uno que se abría con un mecanismo oculto y entonces saltaba una bailarina que giraba sobre su pie en punta al son de la Canción de cuna de J.Brahmns. Aquello era tan delicado y etéreo que envidié de inmediato a la dueña del joyero.

En cambio, odio que me regalen marcos de fotos. Especialmente esos de plata o imitación. Me parecen sepulcros con brillo que intentan congelar un instante de la vida que ya no es. Creo que las fotos de los momentos felices deberían guardarse en lugares más ventilados y discretos, como un joyero musical. Pero raro es el año que alguien que me quiere no decide presentarse con un bonito marco “porque veo que en tu casa no hay ninguno”. Yo sonrío y agradezco, y en cuanto se van cojo la escalera y busco en lo alto de un armario una caja enorme que pone: “marcos y varios”. Allí duerme para cuando me dé por decorar mi casa con motivos funerarios.

Entretanto, quisiera ser un poco Liz, un poco Holly Golightly. Ya no tengo tiempo para bisuterías vanas. Una mujer en sus middleages debería atesorar no menos que un divorcio, dos amantes y un solitario que brille y hasta deslumbre. Y tal vez no sacarlos a la calle. Ponérselos para recibir, no sin antes ensayar frente al espejo un gesto tibio y distante. Esa despreocupación falsa de quien sabe que vale un millón de dólares. Aunque el corazón, allá dentro, a ratos esté deshilachado y agonice.