El domingo 24 mi hija mayor votará por primera vez en unas elecciones. Naturalmente, me hace más ilusión a mí que a ella.

-¿Ya sabes a quién vas a votar?
-Sí, pero no te lo voy a decir, mi voto es secreto.

Cada noche, a la hora del telediario, la llamo para que se siente a mi lado en el sofá y contemple el espectáculo circense de los mítines. El candidato guapito calentando a las señoras (no el corazón, precisamente). La candidata airada advirtiendo del peligro de los que podrían venir. Y así… En realidad debería disuadir a mi hija de contaminarse con los gestos de campaña. Yo misma me siento fuera de lugar, abochornada cuando los escucho y contemplo sus contorsiones de actor/actriz impostado. Prefiero las palabras, mejor aún impresas. Tengo la sensación de que un político en campaña se dirige a dos colectivos muy concretos: sus acólitos -previamente entregados- y los descerebrados que aplauden ante cualquier gesto o inflexión apasionada de la voz.

No quiero ofender a nadie, pero ellos no soy yo.

Hay un candidato al que admiro intelectualmente y del que todos dicen “se va a pegar un tortazo”. Saber pensar no te convierte en un buen gestor de la cosa pública, desde luego. Pero un filósofo que se postula para la res pública y acepta entrar en la ceremonia de sangre de campaña merece todos mis respetos, sea bajo las siglas que sea. También hay un poeta, y su señora esposa perpetró el otro día una columna de opinión desde el amor que me dio cierta vergïenza ajena, por impúdica, y cierta ternura porque a mí las parejas que se quieren después de tantos años me provocan admiración y envidia.

Ayer discutí brevemente con mi madre porque va a votar a una mujer que ha hecho del desparpajo un estandarte. Digo brevemente porque nuestro rifirrafe duró treinta segundos.

-Pues yo pienso votar a X. Es una valiente y no se le pone nada por delante.
-Nada, porque no tiene vergüenza.

Mi hija se mantuvo ajena al debate, sumergida en su pantalla de ordenador y en sus cascos. El asunto político, me temo, le importa mucho menos que rematar su primer curso de universidad, y la entiendo. Mi primera vez fue en 1986. Referendum de entrada en la OTAN. Yo, que me creía muy lista y muy mayor, estaba años luz de saber de qué iba la cosa. A los 18 años te dejan votar como te dejan conducir un automóvil o entrar en una discoteca y beber alcohol. El coche es una licencia para matar. El alcohol, un néctar de ceremonia grupal que te otorga sensación de pertenencia y algunas vomitonas agrias en la acera (yo preferí obviar el citado néctar hasta los treintaymuchos, en pos del consumo a granel de Fanta de naranja. Y respecto al carnet de conducir, me lo saqué a los 28, con sudores. Y sigo sudando en las rotondas).

-Papá me ha dicho que me paga 35 euros por darme el voto votado.
-¡¡¡Ni se te ocurra!!!!! Yo te pago el doble por decidir solita.

Y le cuento a mi hija la importancia del voto, y noto su abisal escepticismo. Y me da mucha pena porque yo misma llevo a una mujer que se encoge de hombros y piensa que en política hay mucho pringado de COU, mucho arribista, mucho fatuo con ego desmedido, mucha serpiente Ka cantando “confía en mí” para devorarnos. Y algunos movidos por eso tan poco sexy que se llama vocación de servicio. El deseo de convertir nuestro patio de vecinos en un espacio limpio de gases tóxicos. Las ganas de interceptar cualquier mano dispuesta a mangar en caja ajena. La vocación, en suma. El compromiso.

Y aunque desconfío, noto que cada cita electoral me levanto agitada y siento la importancia de meter mi papeleta por la urna, después de escuchar mi nombre y apellidos. A veces tapándome la nariz.  Y me parece que la democracia es el sistema menos malo. Con sus imperfecciones, con sus trampas. Con sus líderes políticos mediocres, ambiciosos, desalmados. Carne de imputación, como hemos visto. Sospechosos habituales. Pero mi ilusión de votante es descubrir uno que no grite, que no mueva la pelvis para ponerme loca, que pronuncie un discurso meditado y sin vapuleos al pobre diccionario de la Lengua. Que dimita si no cumple sus promesas. Que se deje la piel por los pasillos. Que no sucumba a la tentación de la vanidad o del lucro. Que defienda con su vida la fortaleza pública. Que se dirija a mi cerebro, no a mis bajas pasiones ni a mi miedo.

Que logre que mi hija apague su ordenador, se quite los cascos y escuche atenta lo que tiene que decirle. Como si fuera solo a ella, como si no hubiera nada ni nadie más importante en ese momento que una mujer de 18 años aturdida por la lluvia de siglas, de chacales. Como si fuera una virgen vestal que contempla el mundo y confía en que puede haber otro mejor. Más justo. Menos imperfecto. Y entonces vota.