Mi padre era muy excitable“. Cuenta Alfred Hitchcock a Truffaut la famosa anécdota de la comisaría. “Yo tenía quizá cuatro o cinco años…Mi padre me mandó a la comisaría de policía con una carta. El comisario la leyó y me encerró en una celda durante cinco o diez minutos diciéndome: “Esto es lo que se hace con los niños malos”.

Anoche arranqué el libro “El cine según Hitchcock” (Alianza Editorial). Una larga conversación entre éste y François Truffaut que debuta justamente con esta anécdota. Antes, había compartido entre algunos amigos un video que pretende dar normalidad al Síndrome de Down y que muestra a una serie de madres hablando de sus imperfecciones como madres y después a sus hijos -algunos con todos sus cromosomas, otros con uno triplicado, el 21- calificando a sus progenitoras en un ejercicio de ternura y tolerancia que me conmovió. Cuando se lo mandé a D. -el único hombre al que he visto responder en una reunión con amigos de su novia a la pregunta de “¿Tú a qué te dedicas? con un “soy un padre”, pudiendo haber recitado un currículum profesional más que brillante- me apostilló: “Habría que hacer uno de padres también“, y entendí que tenía toda la razón.

Se nos sigue escapando. Las madres nos hemos apoderado del amor filial como Gollum del anillo (“Mi tesooooooro”). No diría que por vocación, ni siquiera por avaricia acaparadora, sino por ese reparto de roles que nos vino dado en las cavernas y que apenas se ha empezado a cuestionar hace un par de décadas. Nosotras éramos las sacrificadas, las Juanas de Arco, las gladiadoras del chupete. Ellos los machos cazadores que nos traían el pan y daban golpecillos en la cabeza a los niños como muestra de cariño. Y este sistema bífido no respondió nunca al sentimiento sino a la utilidad o a la economía. E hizo que las mujeres nos sintiéramos víctimas y nos aferráramos a la maternidad como a la única trinchera de la que nadie nos podía expulsar. Y nos aprovechamos del rol y fuimos mamás gallinas. Y muchas, me temo, no quisimos/quisieron levantarnos cuando el huevo se quebraba porque si dejábamos de ser madres lo mismo dejábamos de ser.

Mientras ellos, los padres, han tenido que aguantar el baldón de su propio rol. Fuera del nido. Tú a traer el maná a casa. Y algunos, puede que bastantes, le encontraron el gusto a la comodidad extramuros. Y fueron demostados socialmente cuando alguien, un día, decidió cuestionar la bicefalia del amor por géneros. Padre la fuerza, la severidad, las normas, el sustento. Madre el desvelo, los besos, las meriendas, el orden y el concierto.

Hoy me ha atrapado con el café una noticia titulada “La rebelión de los padres” que habla de militantes de la igualdad. Hombres que han pedido reducción de jornada para ocuparse mejor de sus hijos y se han topado con cierta incomprensión. Padres que quieren ser y estar:

#Padresigualitarios

La masculinidad no es fácil. Hay tensiones entre el modelo que te dice
que tu papel es ganar dinero y mantener a la familia y el deseo de
cuidar a tus pequeños
. La revolución feminista se estancó en la casa
porque las mujeres consiguieron hacerse un hueco en el trabajo, pero no
lograron disminuir su participación en el hogar porque los hombres no
se implicaban. Ha llegado la hora de hacer esa revolución a la inversa, de que sean ellos quienes entren en el hogar. Y es posible si las políticas públicas se lo toman en serio
“., dice Francisco Abril, profesor de Sociología de la Educación en la Universidad de Girona.

La masculinidad no es fácil. Es una gran verdad. La madre de Hitchcock, seguramente, no hubiera mandado a su pequeño a una comisaría (no por falta de ganas, quizás, sino porque tenía claro quién lo haría). Y me parece injusto y hasta cruel haberles negado a los hombres el derecho a habitar el calor del nido, al anillo de Gollum, con todas sus prebendas y también sus sacrificios.

Lo que iguala a un padre y a una madre es el amor. Si la identidad no te la otorgan tus hijos eres mucho más libre de elegir por ti mismo. Si eres mujer y madre y el padre de tus hijos se ofrece voluntario a llevarlos cada viernes por la tarde a una clase en el centro en lugar de echarse la siesta, que es lo que haces tú, el sistema funciona. Si el padre de tus hijos nunca falla cuando te asaltan las dudas y una nota de cole enciende tus alarmas, el sistema funciona. Si el padre de tus hijos se acuerda igual o más que tú de que toca revisión de la vista, o falta una vacuna por poner, el sistema funciona. Si el padre de tus hijos hace ya muchos años que no es tu pareja, pero sientes que siempre estará allí donde tus hijos necesiten, el sistema funciona. Y no eres la gallina de los huevos. Y te permites ser una madre imperfecta, una mujer plena y no una luchadora del hogar. Y es una libertad que hemos conquistado gracias a esos hombres que no temen saltarse el guión que les dieron un día. Y el sistema funciona. Pocas veces, pero hagamos que funcione.

Dedicado a D., que me enseñó que también un hombre puede poner la paternidad por delante de todo como un tanque de hierro bien cargado de munición pesada (que estemos de acuerdo ya es otra cosa). A A., que ha peleado duro por una custodia compartida y al nacer su segundo hijo pidió una reducción de jornada. A J. y a I, que derraman ternura con sus hijos, mis sobrinos, sin sentirse menos hombres . A J. y P, padres gays que son mi ejemplo, un gran ejemplo. A J. y a J. , que decidieron no tenerlos pero no escatiman afectos cuidadores de alta gama. A R., que me lo permite. A mi padre.

A todas las mujeres que son padres. A todos los padres que son madres. A los padres y madres sin hijos.