Y entonces llegó la hora de la posverdad. Un neologismo acuñado por el soberbio Diccionario Oxford que se ha erigido como palabra del año y que intenta explicar lo que sucede cuando se impone la emoción a la razón. ¿Ejemplos? El Brexit o Donald Trump. (En el fondo, desastres perpetrados por los mismos que señalan el desastre como si la cosa no fuera con ellos).

Posverdad: “Relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son
menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las
creencias personales”.

Ayer alguien se indignaba porque el nuevo anuncio de Lotería ha provocado emociones desproporcionadas, y seguramente la muerte en brasas de una anciana de Reus que, con la luz cortada por impago, se alumbraba con velas, no provoque mucho más allá que un brote de indignación. El cultivo lacrimógeno prende exhuberante como los potos de mi casa, que ni miro ni riego salvo cuando mi madre me reconviene. Lo saben en las webs de los medios de comunicación, cada vez más llenas de preguntas, exclamaciones y listados que exhiben un tufo descarado a remover la víscera, a excitar las bajas pasiones y no la curiosidad por saber.

Como fiera emocional que soy, temo a los efectos de la posverdad sobre muy cuerpo como al tifus si viviera en la Edad Media. Mis hijas aplauden las películas “de llorar” como si provocar el llanto fuera una habilidad tan importante como tejer un guión sólido o contar con un reparto solvente. Hemos educado a nuestros hijos en el “te quiero” que nosotros no practicamos con nuestros padres y ahora lo derraman en sus charlas de wasap con cualquiera y a la primera de cambio.

La emoción es incontenible y artera. Es un grifo roto, una hoguera en un cementerio de neumáticos. Es el espejismo del enamoramiento fácil que precede al desencanto y no se explica.  Con el paso de los años he aprendido a desconfiar de todo lo que arde, de los flechazos que se te clavan en el costado, de las amistades urdidas en un fin de semana. Brotes de adolescencia que sin duda hay que vivir cuando es la edad. Mis posverdad está plagada de tropiezos, desde luego, pero hace tiempo que cuando voy al cine me emociona más la trama, la coherencia del relato, el encuadre de una imagen bella y hasta el brazo que me acoge que un estruendo de violines y de orquesta sinfónica que afina y desafina para desenfocar un desatino emocional low cost (a veces superproducción) que lo petará en taquilla.

Donald Trump

Me temo que un Maléfico nos ha devuelto a la virulencia teenager. Y éramos presa fácil, desde luego. Ser adulto es desarrollar criterio, un mínimo criterio que sea tu raíz, inamovible. Una red de conocimiento y verdad sobre la que la emoción impacte pero no se apodere. No quiero estremecerme con un anuncio de televisión protagonizado por una viejecita ilusa; sí con la Fantasía en Do sostenido menor , op 66 de Chopin que hace unos días nos regaló Emanuel Ax en el Auditorio de Madrid.

No quiero que me griten ni que me seduzcan los que deben convencerme con argumentos. He aprendido que soy muy facilona al ardor del sentimiento y que debo anteponer la razón como un escudo, un filtro protector. No quiero ser más joven, tampoco adolescente. Aplaudir las gracietas virales porque todos lo hacen. Quiero mi pequeña dosis de verdad, no de esa posverdad amenazante que crece como un alien en las entrañas de Bobilandia, el planeta de Yupy que estamos construyendo como si la cosa no fuera con nosotros, para después llevarnos las manos a la cabeza.

PD. Ahora que lo pienso, la posverdad es como la consecuencia de aquel juego de la infancia en el que cuando perdías elegías entre ¿verdad o consecuencia? En realidad, no hemos inventado nada. Sólo palabros para desculpabilizarnos de nuestras eternas debilidades.