Cuaderno de bitácora: Mi enamoramiento de R.L Stevenson va in crescendo. No hay día en que no encuentre un párrafo que justifique haberme levantado. Haber bregado con la rutina, la fatiga y sus contornos y sentir que lo que de verdad tiene sentido lo encierran la buena literatura, los buenos hombres y sus acciones. Y Stevenson reúne ambas virtudes, me arriesgaré a decir. Lástima que la máquina del tiempo no sea un invento metaliterario. Dos siglos, nada más. Un salto atrás de dos siglos y sería suya.

Por su culpa tengo que añadir a mi lista de lecturas pendientes los “Ensayos” de Montaigne. “Los lectores (si tienen el don de la lectura) sentirán cómo tiemblan sus ortodoxias y se conmueven sus convicciones, y se darán cuenta de que esos movimientos no se han producido sin pretexto ni justificación. Y también aquí, de nuevo (si tienen el don de la lectura) acabarán por darse cuenta de que este anciano caballero fue diez veces mejor, y tenía una visión de la vida diez veces más noble que cualquiera de sus lectores y contemporáneos”.

Sospecho que sentir cómo tiemblan las ortodoxias debe parecerse mucho a un orgasmo largo y sostenido. Al hallazgo de un tesoro en el aparador de la cocina. A la extrañeza de contemplarse en el espejo y descubrir a otro hombre, a otra mujer con una orografía en la piel inusitada. Un brillo flamígero, un foco de atención inesperado.  El antes y el después.

Que nos muevan nuestras convicciones más profundas tiene un doble efecto sobre nuestro ego. Lo descoloca, sí, y le obliga a buscar un nuevo punto de equilibrio. Pero también le recuerda que todo está por escribir, y que sentarse en otra silla te ayuda a contemplar un cuadro en la pared al que no habías prestado atención, injustamente. Y te susurra una historia, y ya no puedes ignorarlo.

Ayer en la Feria del Libro vi a otro hombre que admiro y no fui capaz de acercarme a saludarlo, presa de una timidez pasada por el sol del mediodía, sofocante. Ángel Gabilondo no es Stevenson, desde luego, pero tiene la mirada franca y la agudeza de contar lo que uno intuye y no sabe ponerle palabras. Eso es lo que me hubiera gustado decirle, no pedirle su rúbrica en un ejemplar. Le di un codazo a Minichuki, que me acompañaba: “Mira, ese señor me gusta porque es muy listo y es íntegro. Fue político por un tiempo y creo que no se contaminó del lodo”.  

Volví a contarle a mi hija lo importante que es unir unir inteligencia y bondad, mientras en otras casetas firmaban autores sin talento, con perdón. Mercaderes del templo de la prosa que sin vocación y escaso desempeño publican obras mediocres que no conmueven ni una sola de tus convicciones y desde luego pasan de largo por tus ortodoxias. ¿Son entretenidas? Seguro que sí. Y fáciles. Como el fast food a la alta cocina (comparación facilona, perdón Mr.Stevenson), o la cortinilla del Telediario a la más excelsa música barroca.

“Un hombre bueno o una mujer buena pueden mantener a un joven, durante algún tiempo, al abrigo de los vientos adversos; pero al final el ambiente de hoy día todo lo puede contra la mayor parte de los temperamentos mediocres. La gran bajeza corintia del reportero americano o de la “cronique ar” parisina -ambos de lectura tan ligera- ejercen seguramente una influencia incalculable, para mal: tocan todos los temas, y todos con la misma mano exenta de generosidad; comienzan con un talante indigno, dando por hecho que todas las mentes jóvenes carecen de preparación; y sobre todas ellas vierten alguna acrimonia para que los tontos la citen.” (Escribir. Ensayos sobre la literatura. Robert Louis Stevenson. Páginas de Espuma)

Hace dos siglos no éramos tan distintos, después de todo. Seguramente olíamos peor pero no éramos tan distintos. Y una vez que llegábamos a una certeza, a una convicción profunda, luminosa, igual que hoy, ya no había marcha atrás. No podía haberla.  Crecer, hablaba ayer en el Retiro con mi amigo J. , es ir acumulando algunas de esas escasas certezas. Como que la amistad no puede hacer ampollas como unas sandalias de plástico. Que el amigo es un lugar al que regresar que no te juzga ni te hiere, aunque a veces te zarandea. Y si te juzga, y si te hiere, lo mismo no era tan amigo (esta lección tan básica también se la digo a las chukis, que a veces sufren como condenadas por agravios de patio de colegio).

Y que hay que estar atento a los tsunamis de la ortodoxia de Stevenson. Porque a veces son un temblorcillo que te está advirtiendo de lo que vendrá después. De los libros que ya no leerás, de las compañías que ya no frecuentarás, del amor que nunca más llamarás amor, sino romance o entretenimiento,  o pasión efímera; del tiempo perdido en un afán que te devora las entrañas y llena de pesar el corazón, impidiendo que la mente vuele libre.

A veces no hay marcha atrás, Mr. Stevenson. Qué gusto leerle y comprobar que sólo la ignorancia permite equivocarse y dar bandazos. Que darlos a sabiendas te compromete hasta el cuello, y más allá. Qué alegría encontrar en el camino una señal que ahora pone Montaigne y mañana dios dirá. Ojalá no se termine nunca este libro de Stevenson. Ojalá no haya más distracciones inútiles ni más días sin grietas en nuestras convicciones.

“El drama es la poesía de la conducta; el romance, la poesía de la circunstancia”