Exactamente igual que el sentimiento de Romeo por Rosalinda se disuelve sin dejar rastro en su verdadera pasión por Julieta, así María Estuardo olvida enseguida su insensata inclinación por Darnley a manos del entregado éxtasis por Bothwell. Porque siempre es la forma y el sentido de toda pasión última alimentarse de la anterior”María Estuardo. Stefan Zweig. Acantilado.

La forma y el sentido. Esa es la cuestión. Ese analista extraordinario de las pulsiones y pensamientos humanos  que es Stefan Zweig alumbró posibles títulos (que subrayo incontinente) como para llenar la biblioteca de Alejandría. Uno es la forma y a veces la llena de sentido. Otras se queda en el envoltorio. Ser un bonito envoltorio es suficiente para muchos y muchas que prefieren evitar los movimientos mareantes a los que te condena la búsqueda del sentido.

Estar hueco es una forma de estar muerto. Pero bien peinado y profusamente perfumado.

Mi querida Jane Austen prefería hablar de “Sentido y Sensibilidad“. Un título que podría deslizarse hacia la cursilería si no fuera por su primer elemento. “El hombre en busca de sentido” fue uno de esos libros que alfombraron mi juventud primera me parece. Su autor era un psiquiatra, Viktor Frankl, y narraba su experiencia en un campo de concentración nazi:

“A veces, era preciso tomar decisiones precipitadas que, sin embargo,
podían significar la vida o la muerte. El prisionero hubiera preferido
dejar que el destino eligiera por él”.

Las decisiones precipitadas residen en el territorio de la forma, me parece, pero a menudo encierran todo el sentido. Los temores superficiales convenientemente expuestos en el diván -la sala de despiece de nuestro alma- son aldabonazos contra la almendra misma del yo. La busca del sentido.

Y sí, de nuevo Zweig ha hecho en mí de las suyas.

Tú empiezas a explicar que de un tiempo a esta parte algo en tu cuerpo se ha relajado. Como si llevaras tiempo metiendo tripa y de repente tus órganos, en una expiración colosal, hubieran podido regresar libres a su hueco original. Y que por primera vez te da lo mismo si el destino te enfrenta cara a cara con un doncel o un dragón. Porque lo verdaderamente inquietante es que no haya un más allá. Y pido perdón por este arrebato de oscuridad, pero el otro día hablando con R. de esa sensación de haber vislumbrado siempre una senda que abría ante mis ojos, larga larga, y que de repente sueño un telón que arranco de golpe y lo que hay es el vacío, me dijo: “Niña, la madurez es enfrentarse con la muerte”. Y no era triste.  Tenía sentido.

Hay un día en que uno tacha la casilla de “inquieto” y aparece la palabra “tranquilo”. Y descubre, asombrado, que la pasión ha mudado de uno a otro como la de Maria Estuardo de Darnley a Bothwell. Y hay quien prefiere no mirar, alimentarse de la espuma y concentrarse en el espejo de la madrastra. ¿Espejito, espejito, soy aún la más bella? Y tiene todo el patetismo del mundo.

La pasión última se alimenta de la anterior, que a veces fue un desperdicio. Pero yo he aprendido que todo suma, hasta las distracciones que nos permitimos, los amigos que nos hirieron de muerte, los bailes que nadie podrá quitarnos. El sentimiento de inmortalidad que se instala en la forma y nos impulsa hasta que cae como el velo de la doncella. La arrogancia del saber. La salvaje perspectiva de una carrera que no llega a ninguna parte pero te muestra pistas en el camino. Y entonces te paras un rato y piensas qué pieza del tablero moverás a continuación y qué va a desencadenar el movimiento.

Y apasionadamente, no puedes ni respirar de otra manera, entierras a tus muertos y abres delicadamente esa cortina. Y están allí tus libros, esperando, las manos de los tuyos, la ropa sin costuras y el silencio que ilumina apenas tres o cuatro escalones del porvenir. Y es milagroso. Y suficiente.