Mi familia y yo nos hemos hecho un Walden este fin de semana, a saber:

Cabañas en medio del valle de Ambroz. Niños y adultos practicando el asilvestramiento voluntario. Tirolina, tiro con arco, puente tibetano y escalada como actividades extraescolares y gin tonic de ginebra Oxley -un hallazgo sublime- al caer la noche, sentados en un banco con vistas al cielo cuajado de estrellas.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida…”

En nuestro caso, la soledad era accesorio prescindible. Queríamos disfrutar a tope de hermanos y sobrinos, caminar veredas de río con nuestra madre y hablar por turnos -ese imposible en mi familia- en lugar de cotillear por parejas lo que le pasa a un tercero. Vieja costumbre que convierte a los míos en el mejor equipo de espionaje que existe, muy por delante del Mossad o del M-5.

Fui al bosque porque quería aislarme en un lugar sin cobertura y me vi toda desesperada tratando de que funcionara mi ADSL portátil en algún rincón del campamento salvaje donde nos encontrábamos. Sin éxito, naturalmente, porque la naturaleza es arisca y nada complaciente, y te recuerda que tus hábitos de urbanita no casan con sus mandamientos. Así que en lugar de Facebook y Twitter tuve once niños alrededor de equipo local, y algunos visitantes. Más el trasiego continuo de monitores que proponían actividades a una familia de por sí hiperactiva. Un paraíso.

Mossad

“El hombre que no cree que cada
día contiene una hora más temprana, más sagrada y rosada que la que él ya ha
profanado, ha desesperado de la vida, y está avanzando por un camino descendente
y oscuro” (Walden, David Thoreau)



Mi familia y yo fuimos al bosque porque queríamos compartir dos días hasta desgañitarnos de nosotros mismos. Tuvimos largas conversaciones (en realidad no, somos más partidarios del cortocircuito dialéctico), exploramos extramuros un pueblo judío y comimos rancho servido en perolas de campamento mientras las horas pasaban y nos convencíamos de que nada de lo que pase ahí fuera puede tambalear la fortaleza de cariño que nos une.

Fui al bosque, confieso, inspirada por Thoreau, mi nuevo más mejor amigo, y trisqué al alba y sola un camino que llevaba cuesta arriba a un recodo desde donde se veía el cielo más azul, más eléctrico y más limpio de inclemencias que he visto en mi vida. Los cerezos cuajaban sus frutos y la higuera competía en sombra con magnolios gigantes que se sabían el descanso del guerrero. Del hombre o la mujer que camina para no detenerse. Y se agota porque sabe que necesita despejar los malos pensamientos y centrarse en el recorrido de cada paso. 

Fui al bosque, y termino, porque necesitaba sacudirme el polvo de la ciudad que tanto amo. Y sufrir alguna incomodidad, apoyarme en un banco sin respaldo, la cara limpia, los pies hinchados y ese placer  de acostarte en una litera diminuta.  Reventada como un niño de campamento que se encomienda a su sudor y confía en que mañana amanecerá y todo será distinto, pero igual de excitante que el día anterior.

 “Si respetáramos sólo lo
que es inevitable y tiene derecho a existir, la música y la poesía resonarían
por las calles. Cuando estamos sin prisa y somos prudentes, percibimos que sólo
las cosas grandes y dignas tienen una existencia permanente y absoluta; que los
temores y los placeres despreciables no son sino la sombra de la realidad.
Esto es siempre regocijante y sublime. Los hombres cierran los ojos, dormitan y
consienten en ser engañados por las apariencias; así establecen y confirman su
vida diaria de rutina y costumbre en cualquier parte, la que, además, está
edificada sobre bases puramente ilusorias. Los niños, que juegan a la vida,
discriminan mejor su verdadera ley y sus relaciones, con más claridad que los
hombres que no logran vivirla dignamente pero que se creen más sabios por su
experiencia, es decir, por sus fracasos. (…) Walden, de nuevo.

Y una más, juro que la última: “Sólo amanece el día para el que estamos despiertos”