Trump&Clinton

Hay una estrategia milenaria que consiste en no mover un músculo y obligar al rival a que se desgaste. De no hacerlo, éste quedará como un vago, un incompetente, un ligero: de hacerlo, podría encontrarse un jaque mate o una jauría de perros hambrientos a la puerta de su casa. Y tú no te habrás despeinado en ninguno de los dos casos.

Hay otra estrategia similar que se conoce como “dar cuerda para que el otro se ahorque”, también muy utilizada por los que guardan la ropa y nadan lo justo.  Se trata de colocarlo en un terreno de arenas movedizas para que patalee a sus anchas y se vaya hundiendo ante el escrutinio público de la plaza puesta en pie. Y tú eres uno de ellos, pero no jaleas. Te limitas a contemplar tu obra con esa complacencia ladina y perversa del organizador profesional de cenas de los idiotas.

Hay una estrategia política (pero no sólo) que consiste en no hacer y esperar a que el rival haga y de paso se deshaga. Y está tan de moda como en breve lo estarán los cortes orientales, los bordados de flores dolcegabbanescos o los jeans con parches de fantasía. Hillary Clinton, por ejemplo, espera sin que se le altere el peinado enhiesto de laca un tropiezo más de Donald Trump. Y Trump se lo sirve cada mañana en bandeja, con el zumo de naranjas artificiales y los huevos fritos (ese delirio).

El millonario descerebrado no entiende que sus rebuznos le provocan cortes profundos que podrían desangrarlo. Y se le va la fuerza por la boca y esas vísceras tan bien alimentadas mientras que ella, la mujer que se tragó unos cuernos con mancha de becaria y un impeachment deshonroso a su marido, aguarda pacientemente sin hacer grandes gestos ni promesas. Calculando que con un ataque a los soldados muertos aquí, o una alegoría de las armas con tono de broma amenazante de mal gusto allá será suficiente para decantar a las masas hacia su trinchera.

Pero no hay que irse tan lejos para avistar gestos estratégicos similares. Ayer Mariano Rajoy, tras reunirse con Albert Rivera y vender éste su cambio de opinión como un gesto patriótico, emplazó a Pedro Sánchez a abstenerse o de lo contrario convocaría nuevas elecciones. Rajoy, experto en aguantar quieto y sudar lo justo, demostró astucia porque al PSOE lo ha puesto contra las cuerdas: Si Sánchez facilita su investidura, decepcionará a todos los votantes de su partido que rechazan radicalmente un gobierno de derechas. Pero si no lo hace, será el responsable ante toda España de volver a las urnas por tercera vez consecutiva, un acontecimiento de tintes kafkianos que no beneficia demasiado a nuestra imagen internacional ni a nuestra economía (evidencia o perogrullada, nada ideológica). Y su cabeza, como la de Salomé, será servida en el banquete de los suyos salvo milagro de última hora.

O sea, que Rajoy cuenta con que hasta el más iletrado de los españoles intuye que tres elecciones generales cuestan mucha pasta y nos debilitan a nivel país. Y en esas está, y es esas estamos. Y nos pilla en bañador o con la tele encendida viendo ganar a Mireia Belmonte -qué prodigio-. Y este es un reclamo (patriótico) mucho más excitante, como esta noche lo será la contemplación de las Perseidas en caída libre desde un cielo limpio y enigmático como nuestro destino.