Mi querida Big-Bang,

Tengo el corazón vacío, el riñón vago y el hígado en llamas. No lo digo yo, sino mi médico/acupuntor/adivino. Un tres en uno que con sólo presionar mi muñeca diagnosticó el caos de mis vísceras, sin darse cuenta de que soy una obsesiva/ansiosa/compulsiva y que cuando me dan un titular así puedo pasarme días, y hasta meses, dándole vueltas de una a cuatro de la madrugada, como un hámster en la ruedecilla de su jaula.

Aquí no hay roedores, pero he comenzado a hacer un censo de bichos de pradera asturianos y llevo veintitantas especies. La ventaja es que cuando los conviertes en números dejas de tener sentimientos hacia ellos, como sucede en la Seguridad Social. Tal mecanismo de defensa y adaptación nos permitió zamparnos un platazo de caracoles con jamón sin derramar una sola lágrima. Y eso que los habíamos recogido nosotras en diferentes batidas. ¿Que deja de llover? Enganchamos una bolsita del súper y nos echamos al camino. Es sólo cuestión de tiempo. Los bichos, que muy inteligentes no parecen, salen siempre a llenar de babas el prado y aledaños, con esa velocidad constante e inalterable que tienen. Y muy torpe tienes que ser para no darles caza.

Aquí, en el campo, se le despiertan a una los instintos más primitivos. No hay códigos, no hay protocolos. Imagino que el estilo de vida del Cromañón era muy similar al nuestro. Y tengo pruebas. Anteanoche mi amigo el pirata dio por hecho que nos había invitado a cenar. Como no había confirmado la cita en todo el día, y según la etiqueta urbanita, interpreté que no había cena y procedí a prepararla con la venia de mis riñones vagos. Justo cuando mis hijas atacaban sus macarrones con el ansia habitual y mi amiga y yo nos disponíamos a comer verde cual caracoles, llama el hombre y me echa una bronca del carajo por no aparecer. Yo mascullo, palidezco, doy explicaciones entrecortadas y entonces él brama: “Tira los putos macarrones por el váter y venid YA”.

Juro que vi pasar mi vida entera por delante. Juro que no había obedecido a un hombre en la última década. Juro que solté los macarrones y emprendí una carrera veloz hacia el coche, al grito de “marica el último”, hasta la mansión del pirata, que se relamía de gusto viendo a la fierecilla domada. Si mi médico/acupuntor/adivino me tomara el pulso ahora mismo diría que tengo el corazón vacío, el riñón vago, el hígado en llamas y el orgullo pisoteado. Como el de un caracol al borde del camino.