Chuki pequeña me acaba de entregar su carta a los Reyes Magos con mucha solemnidad y cara de falsilla. Creo que lo sabe pero finge porque intuye que será ventajoso, y yo le sigo el rollo sin problemas, tal y como se explica en el manual de la madre convencional.

A los nueve años el poder de la mentira es un hallazgo excitante y consolidado. Minichuki sabe que si me pide que le compre unas pistolas láser y unas gafas de visión nocturna le preguntaré si le ronda meterse en los GEO y trataré de quitarle la idea de la cabeza. Pero si se lo plantea a Melchor, como mucho le dirá, sentándola en sus rodillas, que tenga cuidado de apuntar en la diana, y que de noche todos los gatos son pardos y que una vez vea con visión nocturna no podrá dejar de espiar la vida de los otros.

El voyeurismo es un pecado muy social contra el que espero que doña Ana Botella tome medidas o me decepcionaría seriamente. Minichuki ha heredado de su madre la tentación de contemplar a los que comen a su alrededor en un restaurante, a los que viajan a su lado en el metro y en general a todo el que tiene una historia. Y hasta la fecha no ha dado con nadie tan anodino que no merezca el esfuerzo de estirar la oreja. De mirar de reojo. De apuntar a hurtadillas.

Creo que las mejores historias yacen en el fondo de las papeleras y sólo hay que meter la mano para buscarlas. Cuando eran pequeñas las chukis me pedían cuentos. Yo me llevaba las manos a la cabeza, la agitaba con gesto muy sobreactuado y empezaba a contar sin rumbo y sin brújula. Ellas sólo debían indicar si lo querían de terror o de… terror. Las princesas estaban vetadas. Los lazos rosas y el beso del caballero salvador, lo mismo. Y puntuaban doble las tormentas de fuego, los unicornios cojos, los vampiros anémicos y las hechiceras que olvidaban los sortilegios en el momento más inoportuno.

Con el paso de los años mis cuentos fueron devaluándose por la competencia del cine blando made in Hollywood, y si me paro a pensar me doy cuenta de que he ido cambiando historias por sermones: esto está bien, esto está mal…y así me va. Creo que todos esperamos relatos y que el día que nos brindan consejos perdemos la inocencia y entramos a empujones en eso tan gris y uniforme que se llamar ser adulto. En el fondo las chukis quieren que les siga contando fantasías, pero adaptadas a su edad, y ahí me bloqueo y de agitar la cabeza termino contracturada de palabra, obra y omisión.

Así que parto rauda a por las gafas de espía, como si no hubiera otra misión en mi vida. Quiero que Minichuki encuentre en el mundo voyeur historias increíbles que pueda contar un día a sus hijos. Las personas más tristes que conozco son aquellas incapaces de enhebrar un relato con los ingredientes más pobres del mercado. La buena cocina es eso mismo, ¿no?.

¡Espero que los Reyes os traigan una papelera repleta de basura fantástica!