Cuando era pequeña tenía terror a los análisis de sangre y a las inyecciones. Es una fobia bastante común, así que no me haré la especial. Mi madre me arrastraba por los pasillos de aquel centro de salud que entonces se llamaba ambulatorio y yo temblaba viendo cómo avanzaba el turno y la gente salía comprimiéndose el brazo con el algodón sangriento. Entonces cerraba los ojos y pensaba en el desayuno de después, que siempre era café con porras. Porque entonces a los niños nos daban café y nos llevaban sin atar en el coche, entre otras imprudencias temerarias que no parecen habernos traumatizado.

De mayor sigo con el truco de las porras. Cada vez que tengo un trago amargo por delante pienso en el beneficio de después, y una parte del nudo tirante se afloja. Ayer se lo contaba a mi amigo M. mientras tomábamos unas cervezas en un extraño merendero de Madrid. “Piensa en las porras con café, ya verás”, y los dos nos juramentamos para grandiosos desayunos post tristeza.  

La vida siempre te ofrece una puerta de emergencia y encima no te obliga a tragarte a una azafata pintada como una puerta describiendo con desidia a dónde hay que dirigirse en pleno pánico, por no hablar de la ironía esa de tener que lanzarte al vacío antes de hinchar el chaleco salvavidas (que lo sepan todas las compañías aéreas del mundo, especialmente Ryanair, con la que vive dios que no volaré jamás una vez conocido el alcance de sus desmanes. En caso de evacuación sobre el mar, sé de una que sólo saltará con el chaleco hinchado a tope, casi reventón, o no saltará)

Las crisis pasan, los desayunos a pie de barra del bar permanecen. Hay algo místico en el acto de sentarse sola en un taburete, bien de mañana, pedir el café y pensar en las musarañas mientras el camarero te pregunta si lo quieres con leche templada o caliente.

Los dilemas sencillos, como este, ayudan a las mentes atormentadas a relajarse por un rato y dejarse vagar por las estanterías llenas de botellas de alcohol. Yo tiendo a fijarme en la división “ginebras del mundo”, y catalogo el establecimiento en función de las disponibles. Pero los mejores bares para el café con porras, avisados estáis, suelen disponer de una o dos marcas, las más cutres, y cuesta encontrarlas entre la luz mortecina y amarillenta de sus neones.

Hay tristeza en el bar por la mañana, pero nada que no levante un buen café aunque sepa a rayos. Y entonces, mientras mojas la porra y esperas a que deje de chorrear y le pegas un mordisco, es como si empezaras a despertar de un letargo, de una pesadilla digerida antes de tiempo.

Y todos tus peores presagios empiezan a desdibujarse.