La derrotaza de Brasil será hoy el tema del día si nada lo remedia. El maniqueísmo emocional del fútbol no sólo altera los corazones sino que permite conversar con tu peor enemigo, si procede. Y olvidarte de que Israel y Palestina vuelven a estar incenciados por esa guerra que a los periodicos digitales les parece merecedora de un segundo lugar.  Más de lo mismo.

Lo que nos importa no lo decidimos nosotros. Está condicionado por el rango que le dan los que nos cuentan las noticias. Esta perogrullada que te enseñan en primero de Periodismo en una asignatura tostón llamada Opinión Pública (o puede que sea otra, pero dejé las aulas hace ya unos años) es digna de alguna reflexión. Quien decide lo que irá a cuatro columnas decide en realidad si va a dirigirse a nuestro cerebro, a nuestro corazón o directamente al hígado. Y si es hábil como un cirujano diestro y bien dormido conseguirá su propósito.

Ayer, mientras miraba distraídamente el partido (hasta que se convirtió en un recital humillante de goles, que entonces me centré en la carnicería) leí que un grupo de investigadores británicos ha descubierto un método para predecir si la pérdida de memoria acabará en Alzheimer. Me pareció una gran noticia, y pensé qué haría si mañana me alertaran de que empieza mi carrera hacia el olvido. Lo primero, no almacenar datos banales como que Brasil fue machacado en Maracaná un 8 de julio. Tampoco me parecería relevante que Pablo Iglesias haya ido a Estrasburgo en un vuelo requetelowcost con escalas y comido un bocadillo. Él sabrá si ese gesto, además de reforzar su sentido arácnido social, le ayuda a intervenir con brillandez en el Parlamento y defender los ideales de quienes confían en él, que es de lo que se trata.

Lo importante no puede ser tan fácilmente desmontable, me parece. 

Si el Alzheimer llegara con preaviso construiría un banco de recuerdos, eso haría, dirigido a mis chukis. Los libros que me trasnsformaron, las fotos de las personas más queridas, la música que dispara mis endorfinas, el olor del café, de la lluvia en la ciudad o de la piel caliente de mis hijas cuando despiertan. La euforia del día que mi sobri S. se salvó de aquellas garras. El vértigo del beso. La sensación de superar una carrera. La calma de estrenar sábanas limpias. Todo muy simple, todo muy excepcional.

Y luego, “en una segunda legislatura”, que diría Pablo Iglesias el sobrio o su otro yo, Joaquín Reyes, almacenaría fotos de cuadros, de edificios, de formas que me provocan reacciones, pensamientos, pellizcos en la tripa. Para tratar de resucitarlos cuando ya no signifiquen nada que pueda relatarse con palabras. Qué vacío.