Si yo estuviera hoy en el parlamento catalán y quisiera neutralizar el asunto de la resolución independentista pactada por Junts pel Sí y la CUP no llamaría a los tanques, como insinuó sin insinuar cierto señor muy enseñoreado. Llamaría a Lang Lang y le pondría a tocar Cantos de España Opus 232 de Isaac Albéniz. Me arriesgaría, eso sí, a que esas mentes obtusas que se desgañitan en los estrados de alto standing etiquetaran al pianista chino de vayaustedasaber qué reduccionismo provinciano. Pero sospecho que la mayoría se dejaría transportar por los acordes soberbios de una suite vertiginosa que insufla pertenencia a la tierra, al sol y a los perfiles de un balcón con clavellinas rojas. Sin fronteras concretas, con un idioma universal.

Lo pensaba ayer mientras escuchaba en la Fundación Juan March esa pieza magnífica de manos de Anna Quiroga, una arpista joven y poderosa bajo su vestido rojo flamígero de gasa, que se remetía entre las rodillas antes de atacar cada partitura de un repertorio en el que Albéniz desencadenó los aplausos más calurosos. Las sensaciones  puras no se expresan con proclamas de mentes cortas con ganas de pelea. Uno no es más rebelde porque grite ¡viva la república! ni más ortodoxo ni patriota porque jalee el paso de la Legión en el desfile del Día de la Raza (uff). Gestos vulgares para esclavos de la literalidad mal temperada.

Isaac Albéniz

Cuando era pequeña en mi casa había dos vinilos de Falla y Albéniz que se pinchaban una y otra vez. Recuerdo las Noches en los Jardines de España como un mantra de domingo mañanero. Y Zarzuela, mucha zarzuela. A mi padre, además,  le encantaba el himno de la Legión, ya lo he contado, y a mi madre Maria Dolores Pradera. Seguramente hoy nos tacharían de fachas y retrógrados, pero simplemente escuchábamos música, y no a Manolo Escobar con sus carros y carretas.

La ideología no se escribe en Re mayor o en fa sostenido. Uno no se mete un pico de Wagner y le dan ganas de invadir Polonia. Pero es cierto que los acordes de una sinfonía consiguen excitar puntos concretos de tu espíritu, y te transportan a un territorio libre de convencionalismos donde con suerte eres mejor persona, más desprovista de ira y de reacciones contaminadas por prejuicios o juicios de endeble arquitectura moral. O eres más vigoroso, más atento, más libre y capaz de crear sin que te lo dicte un ser pequeño y malintencionado con una cla que aplaude lo que sea.

Lang Lang

Creo en la cultura como arma. Mucho más que la política y que la religión. Porque su poder transformador es un tornado, pero hacia los adentros. Eso que a algunos no les interesa impulsar no sea que se topen con algo tan molesto y porculero como el criterio propio. Estimular el pensamiento libre da miedo a los pacatos, dictadorzuelos con coartada democrática que excitan a las masas con gritos y partidos de fútbol. Lo de los romanos, pan y circo. Frases rotundas, mal construidas a menudo. Bocatas de chorizo con la bota de vino, besos a las señoras.

Pero la intimidad que exige la cultura no se jalea. Se cultiva en lugares silenciosos, oscuros de salmos y respeto. En museos y salas de concierto. En iglesias y en jardines cuidados. En libros y en paseos por el campo. Para no ser pasto de gritones hay que sembrar todo eso, me parece. Y aún no he escuchado a nadie en uno de esos mítines para adeptos de entrada pedirles que estudien, que reflexionen o caigan extasiados ante unos preludios de arpa, de piano. Mejor que se enojen, se enardezcan, se pongan muy cachondos, se les llene la boca de vivas y de mueras. Sean manipulables, pasto de telerrealidad y de concursos bobos. Y luego que les voten a la hora del vermut. Y eructen a lo loco.Y se rían después, tan divertidos.