Nos creíamos una democracia engrasada, a prueba de estrés, y parece que somos un paraíso para corruptos y aspirantes. El problema de acostarse cada noche con un sospechoso más en la casilla del soborno, la cuenta en paraíso fiscal, los maletines, es que te conviertes en escéptico. Y siempre he pensado que el escepticismo era un estado espiritual demoledor. A mis hijas no sé cómo explicarles que el telediario y los periódicos estén llenos de señores ladrones con trajes bien cortados y corbata de firma.” También hay señoras, no creáis”, les digo igual que les he dicho siempre que no se vayan con nadie, y que las mujeres tambien pueden ser malas aunque sean madres.

La falta de fe en los demás, en las instituciones, da ventaja a las proclamas populistas. A quienes alzan sus voces en defensa de los oprimidos. Y casi todos estamos oprimidos por algún flanco. Mi amiga C. vive con su madre porque tiene que alquilar su piso para garantizarse un ingreso, y de vez en cuando se escapa a una pensión barata un par de días para sentirse adulta, independiente. Mi amiga M. mantiene a su hermana y un forcejeo con los bancos porque un pufo inmobiliario la dejó sin los ahorros de toda su vida. Tengo muchos más casos a mi alrededor, y mi alrededor lo forman personas privilegiadas que han ido perdiendo migas de pan en el camino.

Los perdedores, a veces, reaccionan en defensa ardorosa de otros que consideran víctimas. Es un acto reflejo de igualarse por abajo. En la frustración y el desaliento. El caldo de cultivo para que alguien entone “a las barricadas” y surta efecto.Y lo entiendo.

Valoro especialmente a los hombres y mujeres que trabajan en el cráter de la corrupción, cerca del dinero, y se mantienen impolutos. Conozco y admiro a un hombre, alto ejecutivo, que siempre rechaza el coche de empresa, el último móvil del mercado o un alojamiento en hotel de lujo cuando tiene reuniones internacionales. Jamás se lleva los tickets de los restaurantes y paga todo con su tarjeta. Son, diréis, gestos menores, pero los considero trascendentes, reveladores. Hace unos meses alguien que trabaja conmigo volvió de una presentación con un teléfono móvil y me lo puso en la mesa. “Jefa, me han regalado esto. Te lo doy para que hagas lo que creas conveniente”. La hubiera abrazado (creo que lo hice). Nueve de cada diez personas en su lugar se habrían quedado el teléfono sin decir ni mu a nadie. Desde luego manifesté en voz bien alta lo orgullosa que me sentía de ella. Me pareció que tener en mi equipo alguien así es una garantía de integridad que sin duda nos salpicaría a todos. Una manzana tersa y verde en el cesto.

La corrupción es un momento de debilidad que, si luego no pasa nada, se completa con un segundo momento con la complicidad de otras voluntades laxas a tu alrededor. Imagino que si uno va gratis a restaurantes, hoteles, viajes, llega un momento en que siente que eso es “lo normal”. Y que pagar de su bolsillo es un atropello. De ahí a disponer de una tarjeta opaca, o dársela a otros para anular sus voluntades hay un paso. De ahí a sobornar por conseguir un contrato, hay otro paso. De ahí a convertirse en delincuente hay un suspiro.

Así que la única manera de mantenerse a salvo de esa marea negra es sofocar la primera tentación. Y recordar, cuando todo a tu alrededor son noticias truculentas de tipos repugnantes, a V. y a su gesto limpio con el móvil. Y a ese hombre íntegro que te ayudó a entender que no todos los señores cercanos al dinero asaltan la caja fuerte y luego salen a cenar con sus familias, como si tal cosa.