Mi querida Big-Bang:

Donde las dan, las toman. La frase resume a la perfección el desenlace de una velada canalla de la que aún no me he recuperado. A pesar del Espidifén, el Nurofén y todo lo que encontré en el botiquín acabado en “fén”.

La culpa de todo la tuvo la Chocita del Loro. Un local de monólogos a donde fui con dos amigos dispuestos al buenrollismo universal y a la risa facilona. Tras hacerse esperar y mientras apurábamos la primera copa, saltó al escenario un tipo flaco, pelín contrahecho y espídico que, entre calambres corporales, comenzó a declamar a la velocidad de la nave de Han Solo un monólogo plagado de referencias racistas y machistas de sal gorda que hubiera hecho las delicias de Martínez el facha. El tipo parecía puesto de un cóctel de estimulantes que ni Keith Richards en sus giras más destroyers.

Lo peor es que a nuestro alrededor el público se tronchaba y nosotros, que de análisis sociológico de masas sabemos un rato, entendimos que sólo el alcohol podía hermanarnos con la masa. Así que nos pimplamos la segunda, pero no funcionó. En el descanso emprendimos la huida cual conejos cobardes con rumbo al presunto puticlub de enfrente de casa de mi amiga A., al grito unánime de: “A falta de diversión, transgresión”.

Dentro no había adoratrices del placer, sino parejas de baile sacudiendo las caderas. Ellos, latinoamericanos morenos, bajitos, carne de monólogo racista chocitaloresco. Ellas, producto nacional con mechas y vestidos repretones, carne de peluquería de barrio. Ellos, los reyes del mambo que ellas esperaban con ansiedad indisimulada.

“Es la venganza del inmigrante, el orgullo latino recuperado”, le comenté sin retintín a mi amigo S., justo en el momento en que un hombre se me acercaba para sacarme a bailar. Juraría que era chino, pero pudo ser una alucinación producto del alcohol. Desde luego, si no era chino, era peruano-japonés nacido antes del bombardeo de Hiroshima. Pero bailaba con un ritmo que ni los Jackson Five, proyectando mis caderas con una fuerza centrífuga que me ha retenido todo el día en el sofá, dolorida y resacosa, incapaz de quitarme de la cabeza el ritmo sabrosón. Orgullosamente sudaca.