¡Salve, deseo natural! ¡Salve, felicidad!,¡Divina felicidad! y placeres de todas clases, flores y vino, aunque las unas se marchitan y el otro embriaga”. Orlando. Virginia Woolf. Lumen.

Intento animar la evidencia de que hoy toca forrar libros a destajo. Desperté pensando que todo había sido un sueño, pero no. La mente juega esas malas pasadas, esos trucos de prestidigitador que te permiten un respiro antes del río revuelto. Ya no hay conocimiento del medio en la ESO, sino sociales y naturales. O sea, lo de toda la vida. La modernidad es el arte de cargarse lo anterior para recuperarlo pasados unos años y fingir que es nuevo. El vintage académico es un negocio redondo. Vuelves a estar de moda. El otro día, en una comida, una mujer muy bella de unos 50 se lamentaba de que ya no era la más cool. Que ahora todas las miradas de hombres entre 18 y 60 se clavan en su hija. El cuento de Blancanieves representado delante de una ensalada templada de langostinos.  Le dijimos que disfrutara del espectáculo del relevo generacional. Que ser vintage, atractiva e inteligente no está nada mal. Creo que no se quedó muy convencida porque se tomó la ensalada sin apetito.

Virginia Woolf no ha envejecido nada. Deseo. Felicidad. Lo de siempre. Y una lista de agradecimientos de la que pocos escritores pueden presumir. “Muchos amigos me han ayudado a escribir este libro. Algunos han muerto y son tan ilustres que apenas me atrevo a nombrarlos, aunque nadie puede leer o escribir sin estar en perpetua deuda con Defoe, sir Thomas Browne, Sterne, sir Walter Scott, lord Macaulay, Emily Bronte, De Quincey y Walter Pater”, arranca.

(El día que escriba un libro tengo clara la lista de agradecimientos. Una de ellas será Virginia Woolf, sin duda, porque la he mirado tanto que juraría que nos conocemos). 

No había leído “Orlando” y me dispongo a atacarlo en los breves descansos entre forrar libros -lo mejor es ese olor a tinta y barniz del papel nuevo- montar una mesa más grande de estudio para Minichuki -que por fin lleva un uniforme de la talla de su edad ¡lo celebramos!- y reflexionar sobre “la charla”. Eso que me planteó hace dos días mientras íbamos camino del taller mecánico. Mi nuevo parque temático.

-Mamá, cuándo me vas a dar “la charla” (haciendo signos de entrecomillado con las manos)
-¿La charla? ¿hay una charla concreta para los doce años? inquirí.
-Yo la he visto en la películas. La hay.
-¿Pero es la charla de la regla y todo eso…?
-Tú sabrás.

Mientras monte la mesa, tarea que me llevará unas horas, anotaré posibles contenidos para abordar en “la charla”. No puedo decepcionar a mi hija, que sin duda espera grandes revelaciones de nuestra conversación pendiente. Entretanto le doy carnaza con charlas menores. Como por ejemplo, la de los hombres buenos que nos cruzamos el otro día:

1. Vamos a por la mesa. Entras al coche. Metes la llave y…tachán. De nuevo no arranca. Se acerca un señor, el de la autoescuela de al lado de casa que llevas viendo tres décadas y él a ti, sin saludaros. “¿Me permites que te ayude?”. Se lo permito y sonrío agradecida. El coche se niega a arrancar. Minichuki y yo vamos a pie al taller del Chato. (No se llama así ni su hermana se llama Electra, pero en mi familia tendemos a renombrar a todo el mundo según nuestra imaginación, que es fértil y juguetona)

2. En el taller. El Chato y su compinche (El Vielas) se lavan las manos al final de la jornada. Pero no ponen la clásica cara de fastidio de “a ver qué tripa se le ha roto a la de siempre”, sino que escuchan atentos mi relato y descripción, y me invitan a comprobar el nivel de aceite con una clase tutelada. O sea, que vuelven a pringarse al abrir un capó para mostrarme cómo hacerlo. “Y si aún así no arranca llama a la grúa y le das mi teléfono aunque sea el domingo”.

3.En la calle. Nos perdemos -raro, ¿eh?- y preguntamos la dirección a un camarero que riega la terraza de un bar junto a la plaza de Toros. “Toma la manguera, que te lo miro ahora mismo”. Y la enana se parte de risa al verme regar aligustres en plena calle de Alcalá mientras el tipo busca, encuentra y me explica cómo llegar con tanto interés que sólo le falta acompañarnos.

4. En el cine de verano. Me llevo a Minichuki y tres sobris a ver “Cómo entrenar a tu dragón II”. Planazo. Les digo que se concentren mucho para que el coche funcione. Arranca y batimos palmas. Antes de la peli los llevo a una heladería. Eligen y entonces el heladero me regala un helado. “A este te invito yo. Que lo paseis muy bien”. Imagino que se compadece de una mujer con cuatro hijos de cinco a doce años. Nos dice “bienvenidos” como si fuéramos vecinos nuevos de este barrio aledaño que es un pueblo y no mira por encima del hombro, como el mío.

Lo dejo aquí, que tengo muchos deberes. Deseo y felicidad serán mi mantra, a ver si cuela. La mesa tiene lista de instrucciones y demasiadas piezas. Si hoy el coche se niega a arrancar, que le den. Hay hombres buenos a puñados…