“Pero lo que aquí me interesa es el misterio específico del sueño por el sueño mismo, la inevitable sumersión que noche a noche cumple osadamente el hombre desnudo, solo y desarmado, en un océano donde todo cambia, los colores y las densidades, hasta el ritmo del aliento, y donde nos encontramos con los muertos”. Memorias de Adriano,  Marguerite Yourcenar.

En otra vida tuve un accidente de avión. Ahora lo sé y entiendo el familiar vacío en el estómago cuando avanzo por el pasillo en busca de una butaca lo más delante posible, jamás ventanilla. Detesto a las personas que se sientan a bordo con la misma despreocupada ligereza que si lo hicieran en el salón de su casa. Distraídos, abren el periódico, trastean con el móvil y no se abrochan el cinturón hasta que la azafata se lo recuerda.

Divido así a la población entre los que nada más sentarnos nos abrochamos a conciencia y el resto. Los que tanteamos el bolsillo en busca de una pastilla somnífera y relajante y el resto. En concreto me irritan sobremanera los seres que disfrutan de las turbulencias y hacen fiestas cuando yo siento, estoy convencida de que me voy a morir en caída libre. De que ese será mi último vuelo.

(De hecho, tengo cierta anivadversión a los que se suben a las montañas rusas más altas porque yo no puedo hacerlo sin vomitar hasta el pancreas).

Si de adolescente no subes a las atracciones más salvajes eres hombre muerto. Si por entonces no desprecias a Marguerite Yourcenar y sus Memorias de Adriano, eres rarito. Yo, que siempre leí mucho pero me resistí a la programación dictatorial del colegio, tenía cierta manía a ese libro que hoy ha caído en mis manos nada más sentarme en en rincón donde escribo. Juro que sobresalía de la estantería y que me llamaba. También que lo he abierto al azar y ha aparecido este fragmento sobre el sueño como lugar de encuentro con los muertos.

Luego he pensado en Sánchez Dragó, por una extraña asociación de ideas. Este hombre me desata sentimientos hostiles, y pese a ello a veces veía su programa de libros con la aviesa intención de desobedecer sus recomendaciones. Esta semana se ha descolgado con un relato vulgaris sobre el parto de su mujer japonesa y lo ha acompañado con unas imágenes de casquería. Una de ellas, al menos, donde la futura madre  abre las piernas al mundo mientras Dragó parece tuitearlo concentrado en su móvil.

Alta literatura /antídoto contra Dragós

Pensé que un momento tan íntimo no merece ser contado, mucho menos mostrado. Y si lo haces no deberías recurrir a El Libro de la Selva, con todos mis respetos a Kipling, por demasiado evidente. El parto es el instante más salvaje en la biografía de una mujer, las que somos madres lo sabemos. La sensación de estar partida en dos, abierta en canal mientras un ser pegajoso que grita se abre paso y lucha por asomarse a la luz, es un fogonazo tan brutal que no se explica.

Y Dragó, ese impúdico, ha violado la sagrada ley de la intimidad y hasta del amor y se ha subido a  la montaña rusa del exhibicionismo. Y nos ha revuelto el estómago, y sólo le ha faltado terminar comiéndose la placenta en directo.

Menos mal que Adriano pasaba por allí: “A los cuarenta y cuatro años me sentía libre de impaciencia, seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno. (…) Yo era dios, sencillamente, porque era hombre”. 

Leer párrafos como este se parece a sentir el tren de aterrizaje en el instante en que el avión se posa sobre la tierra y tú vuelves a nacer, y despides a tus muertos. Esta vez no será, tampoco ha sido.

PD. Sigo enganchada al Himno ruso, me ha acompañado en el sueño y creo que voy a llevármelo a correr para sentirme aguerrida y desatada.