Conocí a una mujer mayor que asistía a tantos entierros y funerales se celebraban como muertos se contaban en su pueblo y alrededores. Un día, asombrada porque llevaba tres sepelios en una semana y apenas conocía a los difuntos, le pregunté por qué iba a tanta ceremonia fúnebre. “Porque quiero que cuando yo me muera se llene la iglesia de gente despidiéndome de este mundo”.

Ayer fui al tanatorio a despedir a alguien que conocía no tanto por ella sino por tratarse de un familiar muy cercano de mi amiga M.J. Una mujer a la que quiero desde que, recién llegada a la casa donde vivo, me demostró que una vecina puede ser un personaje protagonista en la trama de los afectos, no la sombra con la que uno se cruza en el descansillo y saluda de refilón con el deseo de que la puerta del ascensor se cierre y te trague antes de que ella entre, y no haya que improvisar una conversación banal.

M.J y yo nos pasábamos el gazpacho y las croquetas. La ropa de los niños cuando se les quedaba pequeña. Un vestido de fiesta. Una pulsera. Un libro. Creo que lo hacíamos para pegar la hebra un rato y así alargar la compañía. Ya he contado aquí que el día que se cambió de casa fue dramático. Pocas veces me he sentido tan huérfana y jamás intenté repetir el modelo gazpacho de amistad con la vecina que vino a sustituirla en el rellano.

La distancia en este caso no fue el olvido, sino la constatación de que nos quedaban muchas historias que urdir por delante. Y así ha sido. Durante doce años las dos hemos seguido compartiendo relatos y cafés, paseos y largas charlas por teléfono. Durante doce años hemos tenido poderosas intuiciones que nos hacían llamarnos y siempre eran certeras. Un divorcio y algunas rupturas amorosas, un disgusto con los hijos, un sobresalto de salud, algún embate laboral y hasta un incendio que arrasó su casa una Navidad.

Y anteayer, una muerte. Y no por esperada menos cruel.

Llevábamos al menos dos semanas sin hablar y algo me arrastró a marcar su número. No respondió pero al rato me envió un sms: “P. ha muerto esta tarde”.

No me extenderé mucho por pudor, pero  detrás de ese mensaje había dos años y medio de diagnósticos y dolorosos tratamientos. Leves mejorías, grandes mejorías y de repente un bajón y al hospital para empezar de nuevo. Y mi amiga siempre al lado, amordazada su hipocondría, olvidándose de sí misma y sonriendo como cuando yo abría la puerta y me traía unas croquetas o un plato de pasta.

Durante dos años y medio nos hemos visto menos porque su agenda la marcaba la enfermedad. Su vida estaba sometida a la dictadura de la salud de otro y ella lo aceptó con un amor imperturbable que me asombraba y me hacía sentir que el ser humano puede ser capaz de lo más grande. Que los egoístas aprendemos mucho más a la sombra cálida de los generosos. Que la lección de tu vida pocas veces está en los libros que amas sino en las gestas cotidianas de tus amigos.

Ayer M.J y yo deambulábamos por el tanatorio de la M-30 sin soltarnos del brazo. Parecía un pájaro, tan liviana y enjuta de dolor. “Yo ahora quiero vivir, sólo quiero vivir“, murmuraba una y otra vez.  Y me contaba cómo P. había sido testigo de su enfermedad porque era médico y no quiso perderse ni un detalle. Y eso fue así hasta el último minuto, cuando casi inmóvil le pedía a la familia que le hicieran fotos de las manos, o del pie hinchado, para interpretar el avance del enemigo.

Y mientras desfilaban amigos y familiares en un goteo interminable que M.J atendía con cariño y súbita entereza. Y pensé que la calidad humana de una persona se mide por el amor que concentra en vida y por el llanto sincero que la despide como lluvia lenta el día que se va. Y suelen ser proporcionales. Y si te quedas un rato, sentada y muda,  es un espectáculo tan emocionante como comprobar con la muerte el sentido de la vida.

Es decir.

Que puede que la muerte, eso de lo que no hablamos, sea un resumen concentrado de la vida. Ese que escribirán tus amigos, tus padres, tus hijos y, con suerte, si tienes tanta suerte como yo, una vecina que un día llamó a tu puerta  y ya no se ha movido de tu casa, de tu lado, aunque no esté.