Barbie&Ken

Leo que el reinado de Barbie languidece. Las ventas de la muñeca más tonta de la historia cayeron un 4% el año pasado  y un artista llamado Nickolai Lamm  ha lanzado a su competencia: Lammily, una mujer de plástico de hechuras alejadas de la pasarela, sin maquillaje y con un fondo de armario básico en el que no se admiten lentejuelas, tops ceñidos ni wonderbrás.

En adelante, las niñas no querrán seducir al bobo y heterogay Ken sino al responsable de Médicos sin Fronteras. Mattel tiembla en su laboratorio de bobitas con plataformas y se dispone, imaginamos, a salir al contraataque para liderar la causa de la mujer real. Esa entelequia que ninguna niña quiere ser, en el fondo, pero que a los padres nos calma la conciencia.

Debo confesar que en mi casa no hay muñecas. Las Chukis nacieron con un gen desalmado heredado suponemos de una madre que lo más sexy que tuvo en juguetes fue la Nancy. Una muñeca cabezona, escasa de curvas y sin tacones que mi hermana y yo vestíamos con gruesos jerseys de punto que nos tejía nuestra abuela y que ligaba con los Madelman de mis hermanos, esos que yo envidiaba secretamente. Recuerdo con toda nitidez a mi Nancy negra (toda una transgresión en los 70) subida al tanque de juguete de Geyperman, el otro hombrecillo que alfombró nuestro cuarto de juegos.

Barbie vs.Lammily

Las niñas de mi generación crecimos con un modelo de pareja en el que el varón era muy pequeño (Nancy le doblaba el tamaño y la envergadura, no digamos la cabeza), iba siempre de uniforme y estaba listo para coger el fusil, como Johnny. Y no recuerdo que las Femen de entonces se alteraran. Esos diminutos seres inexpresivos comoun ficus benjamina tenían armas de mortífera destrucción masiva, pero no hubieran resistido el golpe de cadera de nuestras Nancys.

Nancy era el corazón, y Geyperman la acción. O sea, los tópicos de género de toda la vida inoculados en un hogar de clase media donde mi madre predicaba la igualdad con matices y mi padre desayunaba huevo frito los domingos.

Nunca tuve un Barbie. Llegué tarde al sex appeal de esa muñeca cursi que sí disfrutó  la siguiente generación. Con esa melena de Rapunzel casquivana, esa cintura de avispa y esas piernas interminables de cabaretera como modelo, las niñas necesariamente salían al mercado sentimental más armadas que nosotras. Listas para componer mohínes, fingirse debiluchas y mover el culo sobre sus stilettos. Mientras que las de la Nancy habíamos sido entrenadas para compartir tanques y someter a “los Geyper” (así los llamábamos coloquialmente en casa) ataviadas con un jersey de punto

Las Nancys cándidas

de picaba muy oversize, porque entonces todo se nos daba crecedero. Incluso los looks de muñeca.

Nadie clamó al cielo y así nos fue. Las proclamas antisexismo tardarían en llegar, y en mi familia -donde se escuchaban marchas militares, Maria Dolores Pradera  y zarzuela a tutiplén- bastante tenían con organizar a cinco fieras como para darse cuenta de la educación subliminal que recibíamos de nuestros juguetes.

Gayperman, el modelo de hombre de mi infancia

Creo que íntimamente siempre soñé con una Barbie pero nunca me atreví a admitirlo, ni siquiera ante mí misma. En su lugar, un día le pinté la raya de los ojos con boli verde a mis Nancys y confeccioné toscamente unos biquinis. Es posible que ese día mis muñecas propusieran a los Geyper que se bajaran del tanque para conversar a la orilla de un río. Y fijo que mis hermanos me ignoraron.

A los trece años pedí mi último muñeco a los Reyes pero ya no jugué con él. Dije adiós a la infancia y mi madre me compró mi primer sujetador. Para cuando empecé a avistar a los Geyperman de carne y hueso ya era tarde para contoneos de sirena, así que me aproximé a ellos con el mismo aire marcial que mi Nancy se acercaba al tanque. Sólo me faltó gritar “¡¡¡Presenten armas, ar!!!”.  Y hoy sigo huérfana de Barbie y de modelo de seducción fatal.

Y espero que las Femen entiendan por qué no pienso quemar los escaparates de las jugueterías, como ellas.