Mi querida Big-Bang:

Divido a las personas entre las que iluminan su casa con potente luz de techo -gente gestapo, en adelante-y las que juegan con las luces indirectas a crear espacios de intimidad donde quitarte los zapatos sin culpa; los que duermen de lado y los que se despatarran por las cuatro latitudes del colchón; los que te regalan pendientes cuando llevas trece años sin ponerte nada en las orejas que no sean tapones para dormir un sueño inquieto y los que recuerdan, veinte años después, lo mucho que te gustaba el marrón glasé, ese dulce tan cursi envuelto en papelillos dorados (por los papelillos, mayormente). Los que llegan puntuales y los que se hacen esperar; los que besan en las mejillas y los que te clavan el pómulo en un beso escorado hacia ninguna parte…

Somos lo que delatan nuestros gestos cotidianos. Y de ahí que simpatice de inmediato con los dueños de la carcajada descojonante y huya de los vagos, de los sarcásticos gratuitos y de los controladores terrestres. Casi sin querer he ido haciendo una prospección de la gente que me gusta, de modo que instintivamente huyo de quienes encienden la luz del techo del salón, un suponer; o de los que disfrutan humillando a los demás; o de los que se hacen esperar o de los mortis que emplean media vida en hacerte la crónica de sus pesares o de los ajenos, por el placer sádico de capturar tu atención.

Hay un proceso natural de las amistades que consolida algunas para siempre jamás, y deja salir de forma casi natural a las que no tienen ya una pieza de tu puzzle. Me gusta tener amigas del cole, de la universidad. Más de veinte años nos contemplan y estar con ellas es un pasaporte al bienestar, una billete gratis al parque de atracciones que incluye biodramina en vena, claro, y merienda, sorpresa y excesos, vértigo y tedio, si procede y en pequeñas dosis, como la homeopatía. Y me gusta descubrir gente nueva que pasaba por allí y resulta que es insome, como tú, coleccionista de nada, como tú, rapidillo y disfrutón, caótico o rígido, como te gustaría dejar de ser.

Divido a la gente entre la que tiene sus cajones ordenados y la que esconde un troll dentro; la que lustra sus zapatos a diario y la que se pasa un trapo apresurado por las mañanas. La que come pan congelado y la que repite el ritual de ir a por la barra y el periódico; La que me abre la mente y saca de mí lo que ignoraba que existiera y la que acciona un dispositivo que cierra todas mis compuertas. La que quiero y la que podría querer o dejar de querer;

Paro ya, tranquila. Clasificar es un vicio kantiano que me excita como la desordenada que soy. Casi tanto como sentimental. Hoy, de nuevo, me probaré los pendientes por si acaso. Uno siempre se resiste a perder un amigo.