Hay una frase de la fotógrafa Diane Arbus que suelo llevar en el bolso, junto a dos o tres rotuladores edding azul, un kleenex (poco) usado y las llaves de casa sin la llave del buzón: “Tengo una especie de sentimiento secreto: que hay cosas que si yo no las viera, no se verían”.

En realidad quisiera ser mujer de bolso cartesiano, escrupuloso. Pero mi caos endógeno –llámalo entropía existencial o puto maleficio– me permite ver las cosas invisibles que se ocultan en los pliegues del desorden y componer figuras que enmarco con mis ojos. A veces, cuando no puedo más y mis dedos tropiezan demasiados obstáculos al tantear la cartera, volteo impaciente el bolso sobre la mesa y cae un alud de porquerías infames, prescindibles, tal vez conmovedoras, que soy yo. Y que componen un collage que pego con cola blanca cada noche, desvelada y febril.  La Primavera.

(Si no las viera yo, no se verían).  

Diane Arbus

Hay una pesadilla recurrente:  En un aeropuerto -puede que el de Shangay-  el tipo del control de seguridad vuelca violentamente mis cosas sobre la cinta y provoca mi sonrojo. Un millón de chinos se arremolinan a mirar y pujan por las notas arrancandas con listas que no leo, un támpax por si acaso, la muestra de perfume o maquillaje, las pastillas naranjas del mareo. Un cable USB de no sé qué teléfono ya difunto que guarda los secretos de mil conversaciones. Caramelos de menta sin papel o chicles secos. Billetes de metro caducados. Mis pintalabios rojos (uno, dos,tres). Striptease radical, me cubro como puedo y el chino me recorre con el haz de su linterna y una sonrisa cruel.

Y sin embargo falta el informe que dice que una aspirina es una bala con azufre. Que un Ibuprofeno podría estrangularme la garganta como garrote vil. Esa lista siniestra que ocupa un folio entero con nombres imposibles, casi chinos. Lo que puede matarme. Lo que puede salvarme.

Así que alguien que viera lo que nadie más ve sentiría compasión y grabaría la lista tatuada en mi piel, como me sugirió mi hija una mañana: “En la espalda, mamá, que es ancha y cabe”.

Uno lleva en el cuerpo que es el bolso su propio carrete en negativo. Ese que no revela más que un día, en un paso de cebra, en una aduana. “Ante Dios nunca nos cuadrarán las cuentas”, dijo Kierkegaard un día. Y así ando yo, el bolso repleto de miserias/tesoros, haciendo divisiones.