La farmacéutica me explica que este nuevo producto para los piojos los asfixia. “Se quedan petrificados en el gel, que es inodoro y no tiene permetrina. Luego sólo tendrás que pasar la liendrera”.

Cuando era pequeña ninguna madre reconocía que sus hijos tuvieran pipis y las monjas paseaban discretamente entre nuestras cabezas para supervisar la plaga. Luego enviaban una discreta nota a las casas animando a examinar de cerca la fauna capilar. Y así, en un secretismo mayor que el del Vaticano, transcurrían los cursos, las infecciones y los rascados (las monjas siempre eran las mismas, sin evolución).

Hoy los colegios mandan circulares cada mes y medio y los niños te cantan el nombre y apellidos de los piojosos. Sin bochorno, sin pudor. Las madres y padres vamos a la farmacia y pedimos alto y claro el champú y sus accesorios. Perdida la vergüenza, sólo falta publicitar safaris y vender entradas para el holocausto antipediculosis.

Son esos indicios de modernidad y progreso, se supone. El traslado de los asuntos que se pueden comentar en voz alta y los que no.

Con la crisis, conozco a quien no les cuenta a sus amigos que se ha comprado una televisión high tech, pero sí todos los detalles de su ajetreada vida sexual. La intimidad ha movido sus contornos y las redes sociales han avivado el fuego.

El resultado es un término nuevo: la extimidad.

En un ataque de extimidad filial mi ahijada colgó ayer en su muro de Facebook una declaración de amor en toda regla a su padre. Reproduzco un fragmento por su interés general:

“Mi padre se levanta cada día más viejo y con
más energía. Es algo que nunca entenderé: Hablo del buen humor de las
personas cuando están recién levantadas.
A mi padre lo considero un súper héroe de poderes sobrenaturales: Puede
pasarse toda la noche en vela que al día siguiente lo tienes ahí en la
cocina, cantándole chirigotas del Carnaval de Cádiz a una madre
soñolienta que está dándole vueltas al café e intentando a escuchar a
Carlos Herrera por la radio, mientras él intenta contagiarnos su alegría
temprana e insaciable.
Mi padre es el mejor, como piensan todos los hijos del suyo.
Hace algo más de un año podría haber escrito una lista importante de
esas cosas que tanto odio que me haga o no me deje hacer. Pero hace poco
decidí hacer una bola de esos pequeños “defectillos” y tirarlos al fondo
de cualquier papelera
“.

Añadiré que la autora de este texto tiene 18 años y es mi sobrina. Y que ayer nos emocionó a toda la familia, que agradecimos en este caso su arrebato de extimidad adolescente. Me pareció que la carta era la prueba de que su padre -también su madre- habían triunfado en su educación, haciendo eso tan difícil de alternar confianza y límites. Me pareció que una de las ventajas del desparpajo de los tiempos modernos es que los hijos son más libres de decir a los padres lo que sienten, y eso es bueno.

Cuando yo era pequeña, igual que  nadie contaba a nadie que sus hijos tuvieran piojos, los hijos no nos declarábamos por carta ni cara a cara a nuestros padres en la adolescencia. Si entraba una tele nueva en una casa se sabía urbi et orbi, y la vida sexual de cada uno era un asunto de pareja, en el mejor de los casos (en muchos la pareja ignoraba los detalles, hasta ahí llegaba el tabú)

Hoy declaro que el padre de mi ahijada, mi cuñado, es todo eso que dice ella y mucho más. Que mis hijas han tenido piojos varias veces todos estos años. Que me importa un pito la tele que haya en casa con tal de que se encienda poco y que mi vida íntima va a estar encerrada bajo siete llaves. 

Pero también que si algún día mis chukis dicen de mí algo parecido a lo que ha dicho su prima de su padre, no podré resistirme a contarlo en primera página, a cuatro columnas.