T.Emin. My bed

“Sin duda K era un seductor y un libertino, pero lograba disimularlo. Ni siquiera eran patentes su cinismo, su perfidia, su presuntuosidad, como en los galanes ordinarios, de manera que hubiera podido inspirarnos fácilmente antipatía”. Junichiro Tanizaki (leído a saltos, rota cualquier estructura, encadenando un fragmento de acá y otro de allá. Mezclando su lectura con otros cuatro libros, en una confusión que es una orgía donde uno ya no sabe de quién era ese brazo o esa pierna. Sólo coge y besa, y muerde y chupa y se entretiene en un trozo de carne sin filiación ni marcas. Un delirio).

El desorden. Mi desorden. Es una forma de derrota autoinfligida. Un caos caliente como tripas de animal recién acuchillado. Descubrir sin embargo que alguien ha hurgado en mis cajones -ayer de madrugada- me enciende mil alarmas de la ira a la desolación. Lo entiendo como atraco a mano armada. Uno encierra el gran secreto en sus armarios, en su amontonar objetos, su Diógenes expuesto como Tracey Emin ese dormitorio con todos sus despojos a la vista. Que para mí no es provocación sino harakiri consciente, un canto de salvaje autoafirmación que inquieta a las viejecitas pulcras. No salirse del tiesto. Eso tan confortable. O dejarlo sin riego y comprobar cómo se pudre el ficus benjamina, y llamarlo instalación.

My table. Ni Tracey. Ni Emin

A mi desorden ético y estético le van las mezclas raras, imposibles. Pasar de un fado a Mozart, por ejemplo. “¿Estás escuchando el Requiem en versión de Massiel? se burla G. desde el cariño, y pienso ¿por qué no? Toda la vida he estado probando cócteles improbables, a ver cómo me saben. No elogio el caos ni diré que es condición de los artistas, esa salida fácil (como cinismo, perfidia y presuntuosidad de los galanes ordinarios). Pero entiendo que hay una pre- disposición de objetos que no se encomienda a dios ni al diablo y nos permite no ver aun cuando vemos. Y que toda ceguera es iluminación (¡verdad, tonto Menguele?, como tú con tu láser sin espada, tu aliento repulsivo, tu miedo en mi mirada)

Ayer conversación con T., siempre tan desigual y convenida. Yo hablo, ella barrunta gestos y apostilla sin remate. Dos sacos a la vista, uno blanco y otro negro. En el segundo se revuelven gatos rabiosos entre otras bestias que incluyen ratoncillos de campo. Pequeños, indefensos, que un día se asomaron a un cajón y fueron apresados.  Todo mal calibrado, sin una jerarquía que impida que un arañazo se iguale a una cosquilla. Algo habría que hacer. Vaciar el saco de golpe, exponerse a un ataque, a una herida de sangre. Liberar los nudos fáciles, también los marineros tirando de manual de instrucciones.

Manuales de instrucciones. Son para mí como el agua para los Gremmlins. No me acerco por si me pierdo o naufrago entre letras viscosas que no entiendo a la primera. Si me hicieran un test con fragmentos del de la Thermomix sadría un cociente intelectual menor de 40, se me ocurre. Por suerte nunca para entrar en un trabajo me hicieron redactar como ejercicio un manual de instrucciones. Lo hubiera echado al saco de los gatos. Y habría salido corriendo de la prueba. Así se me acumulan los debes, tontos-listos como esas rosquillas secas de Madrid, hasta que un día mi buena M.J, más que una amiga, un ángel, me coge en volandas y me lleva a un garaje. Y pregunta por mí cuánto vale alquilar una plaza. Y soy como una niña que asiente y se deja ordenar (y vestirse y peinarse con trenzas) y tacho de la lista del saco una línea que hará que no me pase las horas, los minutos, tratando de recordar dónde dejé mi coche, locamente. Ni encontrándolo lleno de detritus de pájaro, barrillo pegajoso de los árboles o rallajos de joven aburrido en una noche clara de luna, minutos antes de emprender la vuelta a casa. Otro cajón violado.

Los seres del caos buscamos sin saberlo a los del orden. Es una maniobra yinyangesca que culmina en intercambio desigual. En algún sitio guardé los informes de urgencias de cuando aquella reacción alérgica. O lo mismo dejé que se perdieran para no acordarme del día que me dio. Y sin embargo aún noto ese crujir de garganta que se estrecha, la salida al galope a por un chute de Urbasón. Y que sonaba en el taxi una canción muy dulce de Mariah Carey. Y que era jueves. Y que al llegar a casa lo eché todo al saco negro. Junto con una multa de tráfico y una nota de amor que llegó con las flores. Y ahí sigue, a la espera de ser desentrañado o convertido en despojo a lo Tracey. Sonrojante, tan yo que me da miedo. Pero si hablo de ello, si lo muestro, parece que los gatos se calman un instante.