Elijo un libro para él. No estoy segura, es un acto crucial, de tan comprometido. No es transferible la emoción, ni estremecimiento ni el asombro. Uno lee con toda la carga de su momento vital salpicado de migas y de leche. El vestido que eligió esa mañana, el amargor de un café súbito y encapsulado tras dos semanas de lenta cafetera italiana que son el karma de los precipitados. El miedo al quirófano, el foco luminoso, un punto rojo. La inminencia de un tren de los de antes. No de los AVE que te teletransportan y comprimen cualquier destino lejano en dos o tres horas. Un tren de cinco horas, como dios manda. Tiempo para mirar y para aburrirse. Para pintarse la boca de rojo intenso por no ver la película. Para observar familias pejigueras y parejas en crisis. Para leer un libro, desde luego.

Ante la duda siempre nos quedará Coetzee, pienso yo. O mi querida Lorrie Moore. O ya veremos. Algo reconfortante, como un viejo jersey con bolas que nos protege del mal y la ventisca que es el frío de andén y despedidas. O esa larga lista de volúmenes pendientes que muestra desafiante mi Taj Mahal. Estaré sin leer algunos días, y también sin escribir, mucho me temo. Una suerte de estreñimiento intelectual que me pone de mal humor, lo he comprobado, y hace que me vuelva impertinente y hosca con las visitas. Hambre de silencio.

Septiembre, ya es septiembre en mi cabeza. La listas, el cambio en los armarios, mi desorden. Antes un túnel enfangado, tenebroso. Después, la vuelta al trote, el laberinto de aceras al trabajo. A las fachadas arrogantes de tan acomplejadas de Madrid. Al café con churros o con porras. A la quinoa desculpabilizante. Los suplementos literarios son como el Vogue: anuncian las tendencias del Otoño, subrayo aquello que me excita y menosprecio lo que no me pondré ni leeré. Hace unos días, a una amiga que ha escrito una novela, borde yo, le solté: “Nadie puede pensar que lo que escribe es bueno, suficientemente bueno. Si lo piensa es un imbécil”.  Y ahora me sonroja mi actitud, casi grosera. Entre las novedades hay farfulla, hierbajos que no nutren pero ensucian los caminos y alivian el tránsito intestinal de las meninges. También algún hallazgo luminoso, estoy segura. Y mi depredadora interior afila sus colmillos.

Taj Mahal

Ya no quiero volver a esa playa. A ninguna playa. Sí ponerme mis Nike y regresar al parque más urbano que exista. Nadie evoca lo que no volverá hasta dentro de un año, más que los masoquistas y las bobitas carne de telenovela. La noche tan sudada, mis hijas que aún duermen ajenas a los ruidos de una ciudad que ruge de autobuses y gente a la carrera. La rutina.

Mi casa sin pintar. Otro año será. Tanta pereza. La lista de la compra,  la piel de color cobre que irá palideciendo con las duchas y la sombra del trayecto de siempre. La calle de Alcalá, Conde de Peñalver, Velázquez y Serrano. Ríos que van a dar a ese mar que es la Castellana, tan bravío. Las cavidades huecas de los amaneceres  tempranos. Mi querido rincón, desde donde disparo estas palabras. Las plantas que me acogen, los horarios.

Hoy ánimo de lunes y de miedo. Veremos en un rato si las piernas me devuelven la fe y la resiliencia.  Ya puse lavadoras, ya vacié un maleta y lleno otra. Sísifo desganado, la montaña. Ojalá pase rápido, todo menos el tren, traqueteo muy lento y primoroso.

Empieza un nuevo ciclo, lo siento centrifugando entre mis tripas. Vuelvo a la librería, con la esperanza absurda de que salte un ensayo o una novela, revelación habremus. Las niñas dormirán  más de una hora. Tregua de interferencias y legañas. Todo tan raro y sin embargo tan familiar como la noche en mi cama, alborozado encuentro, y la vecina loca gritando por el patio. Ya es septiembre. Los dioses del Otoño nos protejan.