Las citas ajenas son para los mediocres que comen rabos de pasas. 

Cierto profesor de sociología que tuve se pasaba la clase “parafraseando” a Marx. Lo llamábamos el parafraseador y tenía un aire a Doc, el viejo inventor de la máquina del tiempo de “Regreso al futuro”. Un tipo de esos que cuando los imaginas siempre llevan una vieja gabardina, al estilo de Colombo. El parafraseador, digo, enlazaba una cita con otra para explicarnos el pensamiento ajeno, pero nunca intentó tejer su propia red, un sostén personal y único a partir de aquella materia.

El equivalente a que un chef nos sirviera el besugo congelado y sin aderezar.

Citar a Borges es un deporte habitual; Pero a mí me pone más citar a aquella asistenta que acuñó la frase “qué grande es la mar, que no se ve la fin” la primera vez que sus pies rozaron la espuma de una ola. La inspiración popular frente al rapto poético e intelectual. El chascarrillo. Eso que nadie se atreverá a glosar en un entorno high profile por miedo al abucheo.

Que nadie deduzca que estoy alabando la cita propia. El “como digo yo” que me espeluzna y dejaré aquí para no ser repetitiva. No conozco a nadie mínimamente interesante que se autocite. Quien alumbra grandes frases debe tener el pudor de no identificar esa grandeza. Dejar que otros lo hagan, si acaso. La defensa de la creación siempre es torticera, y pongo un ejemplo:

Escritor novel en la Feria del libro metido en caseta-jaula otea el panorama esperando con avidez de araña peluda que los paseantes caigan en su red. Sin darse cuenta que éstos pasan un mal rato si miran pero no compran, y que serán pocos los que entablen una conversación como es debido:

-¿Por qué esta portada tan disuasoria?
-No sé, no la elegí yo…
-¿Es usted laísta, loísta o leísta?
-Un poco de aquí, un poco de allá…
-Su apellido es judío, ¿verdad?
-Sefardita, mayormente.
-¿Cuece o enriquece?
-¿Perdón?

Y, finalmente, tras los previos, la gran pregunta:

-¿Puede saberse por qué ha escrito este libro? ¿qué espera aportar a la historia de la literatura o a mi vida cuando lo deje cada noche sobre la mesilla entre el primer bostezo y el segundo?

Mi amiga M. anda animando a diestro y siniestro a que escriban un libro. Yo suelo responderle con cierta brusquedad. Me parece profundamente frívolo el ejercicio literario porque sí. Casi nadie tiene mucho que aportar con sus historias. Nueve de cada diez de ellas nos dejan en un erial, como un mal polvo que esperas que termine para darte la vuelta y dormir. Me parece que el impulso de contar  no debería ser suficiente para hacerlo. La imaginación más desbordante debe ir acompañada de talento, de aliento, de esa capacidad de iluminar con la linterna el camino oscuro.

Pocas sensaciones hay más satisfactorias que cerrar la última página de un libro con sensación de hueco en el estómago. Y ahora, ¿qué va a ser de mi vida?. Las palabras transformadoras, las historias que han contado otros y hacemos propias. Los títulos que recomendamos sin darnos cuenta de que al hacerlo estamos hablando de nosotros mismos, en un despelote distraído que puede ser crucial.

…O demoledor. Como ese hombre bello y sobradamente acicalado que te confiesa que es fan de cierto escritor mamarracho que hoy asegura en el periódico tomar 70 pastillas para seguir siendo una máquina -también sexual, consume Viagra-. Un tipejo orientalista con destellos de inteligencia vendida al exhibicionismo.

Cuando algo así sucede el bello se vuelve anodino, la carroza de Cenicienta es una calabaza hueca y hay que salir pitando sin darse la vuelta para mirar al falso príncipe que corre tras de ti con un zapato lleno de clavos. Y subir el el coche que Doc le ha preparado a Marty MacFly antes de que el reloj de los de las citas chungas termine de dar sus campanadas.