“Aprender a pensar significa aprender a desarrollar cierto control sobre cómo y qué se piensa, porque si en la vida adulta uno no puede o no está dispuesto a ejercitar esa clase de elección, está totalmente vendido”. (Todas las historias de amor son historias de fantasmasD.T Max, editorial Debate)

Tres años después de pronunciar este discurso en el Kenyon College, David Foster Wallace se ahorcaba en su casa de California, a sus 46, en pleno uso de (sin)razón. El mejor cronista del malestar social contemporáneo se apeaba de la vida dejando esposa, una colección de bandanas y millones de lectores huérfanos.

Anoche, en la cama, no podía soltar la biografía literaria de Foster Wallace, fascinada por una madre que cuando no encontraba un término adecuado para nombrar algo, se lo inventaba. El niño David creció en un mundo de palabras inexistentes que alfombraron su pensamiento en aquel Illinois de los setenta. Inadaptado, cuenta su biógrafo que desde muy joven debutaron sus ataques de ansiedad y que vomitaba cuando se dirigía a los campus universitarios para las entrevistas de acceso.

El suicida, el genio, aconsejaba sin embargo poner bridas al pensamiento. No dejarlo salvaje, desatado y a merced de cualquier deriva. Me pregunto si su madre habría inventado una palabra que reflejara esta actitud tan madura.

Hace dos noches, en mi muro de Facebook, alguien colgó la siguiente reflexión:

“Hoy
me he llevado una gran sorpresa al saber que Jack London, cuyas
aventuras marcaron en gran medida mi juventud, se suicidó a los 40 años. También Emilio Salgari se suicidó (Las aventuras de Salgari son las que
marcaron, de lejos, junto a las de Hitchcock, mi adolescencia). James Barrie, el autor de Peter Pan, se tiró a las vías del metro… Espero que todas esas aventuras, libros, frases e ideas que asimilé
como si fueran la fuente de la vida y desembocaron en una muerte
voluntaria y prematura no se condensen en mí.”.

Escribí, por impulso: “No escribas, por dios”. Hoy habría pensado en Foster Wallace y en su consejo de poner coto al pensamiento por impulso.

No es extraño que los escritores se suiciden. Ignoro si lo hacen más que el resto de la población (el otro día D. me contó que un chico de poco más de veinte años se había pegado un tiro tras ser abandonado por su novia. ¿Habría que inventar una palabra que describiera el horror, la desolación extremas? “Dolor” y “desolación” parecen ridículas en esas circunstancias) Un escritor es un ser que pisa un suelo lleno de migas, que se rasca la piel por las noches hasta sangrar, que supura el dolor ajeno como propio. La desazón, la sensación de habitar un mundo paralelo donde las únicas armas son palabras. Algunos, además, vomitan en las papeleras y dejan un rastro agrio que es pura poesía y espanta al mundo. Como Foster Wallace.

Y luego están esos otros que rellenan líneas con ideas pacatas y pensamientos mágicos de pastorcilla de Lladró, que no me interesan nada. No creo que haya que ser maldito para escribir una novela, pero sí estar dotado de una sensibilidad llamada hiperestesia que permite ahondar en el dolor y también disfrutar del espectáculo de inexistentes estrellas fugaces que presagian la fortuna. Un escritor, un buen escritor, debería embridar el pensamiento pero dar libertad incondicional al sentimiento para que corra, explore y se desmande por los bosques y las alcantarillas, y llore y estalle en carcajadas y se desgañite y regrese al fin, sudoroso, las crines enredadas, el resuello cortado, y coja la pluma y cuente eso mismo que vio con palabras nuevas que funcionan en el lector como talismán. Ábrete, Sésamo.

Un buen escritor, ya termino, es ese que se acuesta contigo y te regala puro sexo antes de dormir. La excitación, el orgasmo veinte, treinta, cincuenta páginas después. No sé qué palabra inventar para describir esa extraña intimidad, pero se parece mucho a una síntesis entre admiración y gratitud.  La fiebre y el estado somnoliento que te embarga después, y te hace sentir que hay seres que pisan otros suelos y son capaces de contarlo con una prosa arrebatada que presagia sueños o pesadillas, pero nunca jamás indiferencia.