Hoy es el Blue Monday. O sea, el día más triste del año por decreto y según un estudio “muy científico” que cruza tres variables definitivas e irrebatibles: Hace frío, no hemos cobrado aún y no hemos cumplido los propósitos que nos hicimos en plena euforia de Moet Chandon y cotillón verbenero.

Vamos, que con mucho menos me invento yo una teoría y colapso las redes sociales a todo lo que da.

Las ventajas de esta patente de corso para la tristeza son que los mortis naturales pueden explayarse a libre demanda (esa expresión terrorífica para toda mujer que haya amamantado comprende), que por fin nadie achacará a la regla el abatimiento y que cualquier desgracia que suceda tendrá una explicación cabal.

Hoy toca escuchar a un cantautor llorón y trasnochado, ver un drama serie B en la tele con tu adolescente al lado y acordarte de tus muertos. Juntarte con algún pelma Calimero, de esos que sólo hablan de catástrofes y sucedidos luctuosos, suspender un examen o ser abandonado. Sentirte miserable como un perro vagabundo bajo la lluvia un día de tormenta. Un perro de Coetzee, por ejemplo.

Aunque yo soy más partidaria del prorrateo más que del regodeo. Mejor dividir en cómodos plazos el monto de penas que corresponden al año y, en los casos en los que la tristeza se haya concentrado en varios meses, darle vacaciones en un resort tope de palmeras para el resto de la temporada.

Creo que la tristeza es adictiva. Conozco a quien se ha instalado en ella porque da sentido a una vida carente de otras emociones. Si te reconoces como triste ya estás dotado de una identidad. La tristeza puede ser sexy, artística, sobre todo si posee un aúrea melancólica (Hay abundantes pruebas de ello en El Prado o en el Thyssen). Pero a la larga es un tostón. Y cuando es una pose, insoportable.

(Admiro a quienes emergen de sus garras, mareados y convulsos, y deciden plantarle cara y sobrevivir).

Naturalmente, no estoy hablando de los depresivos. La tristeza con prospecto es otra cosa y no atiende a indicaciones de calendario. Entre otras cosas porque a un deprimido hace tiempo que dejó de interesarle en qué día vive. Si es lunes o viernes noche. O si un oportunista con demasiado tiempo libre se ha inventado el Blue Monday para vender kleenex o libros de autosuicidio mientras se frota las manos al comprobar que los blogueros se han agarrado a su tontería como a tabla de salvación para dirimir qué pena es legítima y cuál no. O para llegar a la conclusión de que sólo lo inevitable merece la tristeza que invertimos, y que es una lástima el derroche que hacemos de lágrimas por lo que perdimos, pero que los duelos deben ser cumplidos como un buen psicoanálisis, de la A a la Z, o se enquistan y estallan como arterias debilitadas por la mala vida.

Y un día, cuando menos te lo esperas, dejas de mojar la almohada y entiendes que ya toca un tiempo seco y soleado, aunque ahí afuera caigan rayos y centellas y los manieristas de la pena estén rugiendo de placer porque es su día y habrá barra libre de lamentos y nadie les hará reproches por quejarse sin demasiados motivos, agotando tontamente los recursos para el día en que llegue, como un ciclón, ese dolor impertinente, de clavos y astillas, desbordado,  que no admite ni media tontería ni depara un titular fácil de prensa.

Así que, en rebeldía, declaro que hoy no pienso llorar ni lamentarme salvo que sea estrictamente necesario. Valga esto como una carcajada salvaje de lunes. Sobrevivamos a la tentación del llanto si no es inevitable. Riamos a destajo, si sobran los motivos.